El Amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones no por nuestros méritos, sino por pura gracia. Dios, conocedor de la fragilidad espiritual humana, se hace presente en nuestra existencia personal con un llamado a la trascendencia, haciéndonos sentir que hemos sido llamados a ver y vivir en una dimensión que trasciende toda materialidad. Una vez más, la teología paulina es muy directa al invitarnos a reflexionar sobre qué bautismo nos ha purificado, qué Espíritu nos ha regenerado y cuál sangre nos ha redimido. Y efectivamente, en el bautismo nos sumergimos en la muerte de Jesús y, por lo tanto, de igual manera en una resurrección como la suya. Obviamente, nuestra naturaleza humana, inclinada al pecado, solo puede ser regenerada por el Espíritu Santo. Y, finalmente, es gracias al Sacrificio de Jesús en la cruz que disfrutamos de los frutos de la redención.
Los tres, como señalaba al inicio, los hemos recibido no por méritos propios sino por pura gracia de Dios; por lo tanto, en esta festividad, somos invitados a descubrir la todopoderosa dimensión del amor de Dios, que supera con creces nuestra capacidad de comprensión. Es en el ejercicio de nuestra libertad y responsabilidad que tendremos que elegir entre la justicia y la injusticia, hacer el bien o el mal, ser imágenes del Dios que nos ama como hijos. Dios lo hace para que, con su ejemplo, sepamos descubrir que la paz interior solamente la podemos buscar en la medida en que nuestra voluntad esté en armonía con la voluntad de Dios.
Si somos cristianos de verdad, y por tanto seguidores de Jesús, debemos trabajar para instaurar el Reino de Dios en el mundo, un mundo donde desafortunadamente, más que nunca, impera la palabra de la fuerza, en lugar de la fuerza de la palabra de Dios.