Bloemaert_Emmaus

El Evangelio todavía nos sitúa en el domingo de la resurrección, cuando los dos de Emaús vuelven a Jerusalén y, allí, mientras unos y otros cuentan que el Señor se les ha aparecido, el mismo Resucitado se hace presente. Su presencia es, sin embargo, desconcertante. Por un lado, provoca miedo, pues «pensaban que veían un espíritu» y, por otro, su cuerpo atravesado por los clavos y la lanza es un testimonio elocuente de que se trata del mismo Jesús crucificado: «Mirad mis manos y mis pies, que soy yo mismo. Tocadme y ved, porque un espíritu no tiene carne ni huesos como veis que yo tengo».

Mientras que el salmo nos hará cantar: «Que sea nuestro estandarte la claridad de vuestra mirada, Señor». Efectivamente, Jesús «les abrió el entendimiento para que comprendieran las Escrituras». Es del todo urgente que nosotros nos unamos a esta petición. Es necesario que los cristianos del siglo XXI tengamos una precisa y profunda comprensión de las Escrituras, ya que, en palabras de san Jerónimo, «Ignorar las Escrituras es ignorar a Cristo». Pero esta comprensión de la palabra de Dios no es un asunto que uno pueda manejar en privado, o con su «grupo» de amigos y conocidos. El Señor desveló el sentido de las Escrituras a la Iglesia en aquella comunidad pascual, presidida por Pedro y los demás Apóstoles, quienes recibieron el encargo del Maestro de «que se predicara en su nombre la conversión para el perdón de los pecados a todas las naciones…».

Todos debemos ser testigos del auténtico Cristo, es urgente que, todos y cada uno de los cristianos aprendamos a reconocer su Cuerpo marcado por la pasión. Un autor antiguo nos hace la siguiente recomendación: «Todo aquel que sabe que la Pascua ha sido sacrificada por él, que entienda que su vida comienza cuando Cristo ha muerto para salvarnos». El evangelista enfatiza al decir que la fe en Jesús resucitado no es fruto de la imaginación de los discípulos, ni es una fantasía o alucinación. Es el mismo Jesús quien toma la iniciativa y se hace presente en medio de ellos. También nosotros debemos acoger su presencia y pedirle que nos abra los ojos de la fe, que nos dé su paz y que nos llene de su alegría.