La fraternidad y el amor deben construir el edificio de la comunión entre los miembros de Cristo, al mismo tiempo que manifestamos amor y solicitud con todo el mundo. No obstante, la convivencia no es tarea fácil, pues está sometida a muchas tensiones a causa del carácter, los juegos de intereses, los defectos y pecados personales, y de la presencia del mal en el mundo… La Iglesia en la tierra tampoco es una asamblea angelical de seres impecables, sino una fraternidad de mujeres y hombres convocados por el Espíritu Santo y reunidos por Jesucristo que caminamos hacia Dios con limitaciones y debilidades humanas. Por eso, todo lo que signifique revisión, corrección y conversión será siempre necesario en la vida de los cristianos. El amor al hermano no se muestra diciéndole sólo palabras amables y de alabanza -que deseamos sean las más habituales-, sino diciendo también palabras de corrección y ánimo cuando sea necesario.
Hay dos cosas que cuestan: aceptar las observaciones que nos vienen de los demás y tener que decirle a alguien lo que no nos parece bien de él. Todos somos reticentes a ser corregidos, el orgullo no nos deja aceptar observaciones y amonestaciones. Siempre buscamos excusas, justificaciones y, incluso, argumentos para atacar al contrario. Aceptar la corrección y ver la verdad que contiene es un buen ejercicio de humildad y justicia. Por otro lado, criticamos fácilmente al vecino y vemos más la paja en su ojo que la viga en el nuestro. Lo peor es que a menudo criticamos a sus espaldas, aireando sus miserias, porque no nos atrevemos a decírselo personalmente de un modo concorde con la caridad cristiana. Y es que para ejercer la corrección fraterna se necesita una gran dosis de amor y de conversión: debemos reconocer que nosotros también somos pecadores y tenemos defectos que sacan de quicio a los demás; debemos actuar con amor y tacto para no extraer la paja vaciando todo el ojo. Mateo marca unas etapas en la corrección fraterna: a solas, con dos o tres testigos, y en presencia de toda la comunidad. Jesús nos ha querido decir así que siempre tenemos que ser pacientes y benignos para recuperar al hermano; que, por nuestra parte, no debemos querer excluirlo -en todo caso será él quien se excluya por su obstinación-. «Si ni siquiera oye a la comunidad, considéralo como un pagano o un publicano»; esta frase de excomunión, que nos suena a algo terrible, no es, sin embargo, condenatoria. Todos sabemos la benevolencia de Jesús hacia los paganos y los publicanos; por eso, el consejo del Maestro no es dejar a alguien por imposible y cerrarle las puertas, sino todo lo contrario: tener paciencia con quien se aleja o está perdido, no dejar de amarlo y de rezar por él; saber estar discretamente a su lado, sintiendo el sufrimiento de su separación.
El amor posibilita la presencia de Jesucristo entre nosotros, porque Dios es amor. Al reunirnos para orar y celebrar la Eucaristía, ¿estamos plenamente convencidos de que Jesucristo está entre nosotros? ¿Reconocemos que nuestra celebración tiene una gran fuerza, capaz de transformar el mundo? ¿Nos damos cuenta de que aquí el Señor hace presente el misterio de su muerte y resurrección que dan vida a la humanidad?