Antes de regresar a los cielos, Jesucristo confió a la Iglesia la misión de evangelizad:
«Id por todo el mundo y anunciad a todos la buena noticia» (Mc 16,15).
La acción evangelizadora de la Iglesia tiene dos focos: la Iglesia que evangeliza y el mundo evangelizado. El primero está en función del segundo. La Iglesia anuncia el Evangelio para que la gente lo escuche, lo entienda, lo ame y conforme a él su vida. Para difundir el Evangelio, la Iglesia debe amar como Jesucristo ama, conocer y entender a los receptores del anuncio.
Al hablar de Iglesia, nos referimos a todos los cristianos, desde el Papa y los obispos hasta el último de los fieles; todos los discípulos de Jesucristo somos corresponsables en la obra de comunicar la Buena Noticia y de expandir el Reino de Dios. Y cuando hablamos de gente nos estamos refiriendo a las personas que encontramos por la calle, que trabajan, que sufren por la situación del mundo actual, que tienen su experiencia familiar, laboral, de amistad, de Iglesia y de fe; son las personas que se acercan a la Iglesia a pedir los sacramentos y también las que no se acercan; son nuestros familiares y amigos, las personas con quien trabajamos o que colaboran con la Iglesia y que se sienten más o menos cercanas o alejadas. Al hablar de evangelización es bueno pensar en las personas de buena fe, que intentan ser justas en el trabajo, que se preocupan de la familia, que son honestas en sus gestiones, que tienen alguna inquietud ética o religiosa, o que quizás no la tienen muy viva.
La respuesta de la gente no automática, sino que se trata de un proceso lento y delicado. Acoger el Evangelio comporta valorar personalmente el mensaje y el misterio de Jesús, la reflexión sobre el amor, el perdón, la actitud de desprendimiento y de confianza en Dios; comporta una decisión personal, desde la acogida del mensaje hasta la actitud de fe vivida personal y comunitariamente. Cuando los cristianos anunciamos el mensaje de Jesús y el misterio de su muerte y resurrección, hemos de esforzarnos por mostrar una propuesta clara y digna de ser valorada por la gente de hoy. Al mismo tiempo, debemos ser conscientes de que sólo podremos llegar a la puerta del corazón de la persona. Después, cada cual abrirá su corazón o lo cerrará, hará su proceso y tomará sus decisiones. El objetivo verdadero de la evangelización se juega precisamente allí donde no podemos entrar. El momento más decisivo se escapa a tota programación y se efectúa en el proceso interior de cada uno, en su decisión, que es el misterio de la fidelidad personal al don de Dios. No podemos hablar de la misión de evangelizar en clave de una conversión en masa, o quizás peor, ignorando que todo está en función de la conversión y la vida personales. La conversión y la fe son actitudes y decisiones de cada individuo y su proceso se mantiene en el secreto de su diálogo con Dios. La meta de la conversión comporta cuatro dimensiones: la confesión de la fe, la celebración de la fe, la vida según el Espíritu y la participación en la comunidad cristiana. Los cuatro aspectos son esenciales, pero no están yuxtapuestos, hay uno que es decisivo porque en él se juega la acogida viva de la salvación de Jesucristo, y es el tercero: la vida vivida según el Espíritu evangélico. Los otros tres están en función de éste, como expresión y como alimento, en una dinámica rica y compleja que todos vivimos y no llegamos a resolver nunca del todo.