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La Semana de oración por la unidad de los cristianos termina con la fiesta de la Conversión de San Pablo, recién celebrada y que es la fiesta patronal de nuestra parroquia hermana de San Pablo. Éste fue un acontecimiento que cambió no sólo la vida de un hombre, sino también el curso de la historia de la Iglesia. Saulo, el perseguidor, se transformó en Pablo, el apóstol incansable, gracias a un encuentro personal con Jesucristo en el camino a Damasco. Este milagro de la gracia nos recuerda que nadie está fuera del alcance del amor de Dios.

Gracias a san Pablo, nosotros, los cristianos de origen no judío, hemos recibido el Evangelio. Fue él quien, movido por el Espíritu Santo, comprendió que la salvación que Cristo ofrece no tiene fronteras ni barreras culturales. Su vida y sus cartas nos enseñan que la fe en Jesucristo es el verdadero fundamento de la unidad entre los pueblos, porque todos estamos llamados a ser hijos de un mismo Padre. San Pablo también nos desafía a vivir nuestra fe con pasión y valentía. Él predicó el Evangelio en medio de persecuciones, naufragios, rechazos, pruebas y tribulaciones de toda clase. El apóstol nos anima a no desanimarnos frente a las dificultades, recordándonos que «todo lo puedo en Aquél que me conforta» (Fil 4,13).

Hoy os invito a reflexionar sobre nuestra propia conversión. Aunque no tengamos una experiencia tan dramática como la de Pablo, cada uno de nosotros está llamado a un encuentro personal con Cristo que transforme nuestra vida. Asumamos también el reto de ser testigos del amor de Dios en nuestro entorno, como lo fue san Pablo en el suyo. Que el ejemplo de este gran apóstol renueve nuestra esperanza y nos impulse a compartir el Evangelio con alegría y dedicación. Agradezcamos a Dios que nos haya dado a san Pablo, porque, gracias a él, nosotros somos cristianos.