Ya estamos en tiempo de Adviento, que significa venida. La Navidad que preparamos serás una degustación y preludio de la gloriosa venida del Señor. Yendo hacia Belén preparamos nuestro cielo. Isaías nos acompaña los tres primeros domingos, para ayudarnos a que el Adviento de toda nuestra vida sea un tiempo de gozosa esperanza. El Señor viene en nuestro auxilio: nos mueve y nos acompaña hacia el destino definitivo que es el Dios que se hace cercano y tangible en nuestro Señor Jesucristo.
El evangelista San Marcos (13,33- 37) repite cuatro veces la consigna de aquél que espera a Jesús con fe y amor: ¡Velad! La urgencia de esta vigilancia proviene de que no sabéis cuándo vendrá el Señor de la casa. Por tanto, como Él “vendrá” y no sabemos cuándo, debemos velar siempre.
¡Velad! La mística del portero-vigilante la extiende Jesús a todos sus seguidores. Como Él, es necesario que trabajemos lo que nos ha dado en administración. Como Él, no podemos dormirnos, no podemos pactar con las tinieblas como hacen los que se refugian en vicios degradantes. San Pablo nos hace saber cómo llevaba a la práctica la Iglesia apostólica la alegoría de vivir en la luz. Lo precisa en la carta a los Romanos (13,11-14): «Comportaos así, reconociendo el momento en que vivís, pues ya es hora de despertaros del sueño, porque ahora la salvación está más cerca de nosotros que cuando abrazamos la fe. La noche está avanzada, el día está cerca: dejemos, pues, las obras de las tinieblas y pongámonos las armas de la luz. Andemos como en pleno día, con dignidad. Nada de comilonas y borracheras, nada de lujuria y desenfreno, nada de riñas y envidias. Revestíos más bien del Señor Jesucristo, y no deis pábulo a la carne siguiendo sus deseos».
Vivamos el Adviento como el centinela que, al presentir el amanecer, ya la lleva al corazón y la irradia en la mirada. Así atestiguaremos la ansiada esperanza en nuestro mundo.