Hoy celebramos la gran fiesta de Cristo Rey. Con esta fiesta llena de luz y de esperanza para nuestras almas, concluimos el año litúrgico, el año cristiano, que una vez más nos ha marcado (para bien o para mal), y nos ha permitido santificarnos y perseverar. Cristo resucitado viene a reinar sobre nuestras vidas, así que podemos preguntarnos de qué manera concreta reina este amable soberano en nuestra vida y (importante) a nuestro alrededor. él viene, él llega, él ya está aquí y es el dulce emperador de todo lo creado: recibámosle pues, con una corazón generoso, con un silencio comprometido y con deseo ardiente de que Nuestro bello Señor nos transforme más.

«Si tocásemos a reunión el clarín del ejército de Cristo a todos los jóvenes que aspiran a firmar incluso con su sangre, su programa: «instaurarlo todo en Cristo» (…). ¡Qué ejército de valientes, de valientes de veras, los que entonces se agruparían! Jamás en el mundo se habría reunido una manifestación de seres más nobles de alma, más generosos, más puros, más idealistas (…). Pero, es cierto, ese ejército numeroso en pie de guerra desde hace dos mil años, que lejos de disminuir aumenta en número y en valor, ese ejército es todavía hoy como en tiempos de Cristo -tal vez lo será siempre así- «pussillus grex» un rebañito pequeño (Lc 12,32). Frente a él, sin tener siquiera el valor de reunirse, el número inmenso de los que se llaman cristianos, pero que no tienen de cristiano más que el nombre… y, más allá, la región inmensa del paganismo sumida hoy todavía en las sombras de la muerte (cf. Sal 106,10). Y ¿por qué esos cristianos de nombre no forman parte del ejército de Cristo? Porque, mis amados jóvenes, el que no está dispuesto a dar su vida por su Jefe, tiene tal vez el alma marcada con el sello del bautismo, pero ese signo señala más bien su apostasía (…). Por definición, un cristiano es un candidato al martirio: todos sus intereses, su fortuna, sus amores, sin exceptuar la vida, están subordinados al amor de Cristo. Esto es algo básico en nuestra religión. Los que han creído que el cristianismo es un asilo para salvaguardar su fortuna, su rango, sus virtudes mezquinas y mediocres, han tenido que desengañarse.» (San Alberto Hurtado, S.I.).

Sabias palabras que nos ponen en una disyuntiva, en un fuerte dilema dramático que no podemos soportar hasta vencer: somos un pequeño rebaño (marcado por la debilidad aparente de la Cruz), y somos candidatos al martirio. Así que ante nuestro Rey y Señor se nos ofrece, no una vana prosperidad, sino todo lo contrario: irrelevancia en este mundo sofisticado, y martirio. Hoy los reyes de nuestro mundo pelean por una falsa soberanía (en primer lugar está en poder de Cristo) y por una especie de superioridad moral basada en la democracia (cosa que permite robar a los pobres pasando por buenos compradores cargados de divisas). Es lo mismo que nos explica el mismo Señor en el Evangelio de hoy:

Mi reino no es de este mundo. Si mi reino fuera de este mundo, mi guardia habría luchado para que no cayera en manos de los judíos. Pero mi reino no es de aquí. (Jn 18, 35).

Jesús sólo admite su realeza cuando está amordazado y solo, delante de Pilatos, sin nadie más. Hoy queremos abrazarnos a Cristo sin miedo a mancharnos de sangre, y también deseamos proclamar, como la placa sobre la cruz, que Cristo es Rey y Señor según la sabiduría de Dios.

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