En el evangelio de este tercer domingo de adviento, el domingo de la alegría, encontramos a Juan el Bautista como testigo de la Luz, como mero transmisor de la luz de Cristo. Es también la voz que grita en el desierto, es el dedo que señala al Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Como el mismo Juan dice, él es la voz, pero no la palabra; él es instrumento de la Palabra: las ondas que transmiten por el aire la Palabra que es así sembrada en cada corazón. Juan es un profeta, el último de los profetas, el puente entre el Antiguo y el Nuevo Testamento.
Todos los cristianos, desde nuestro bautismo somos, sacerdotes, profetas y reyes. El profetismo que hemos recibido en el bautismo nos asemeja a Cristo profeta, y nos sitúa en la línea de los profetas del Antiguo Testamento y de los Apóstoles. El profeta es el que lleva en sus entrañas la Palabra de Dios, es aquel que usa su voz como instrumento de la Palabra que ineludiblemente lleva en sí y ha de proclamar, obtenga por ello alabanza, o rechazo y persecución. Así que como bautizados estamos llamados a ser impregnados por la Palabra de Dios, a quedar inundados por ella, hasta el punto de que ésta forme no sólo nuestro pensamiento y criterios, sino nuestras propias expresiones y palabras. Por ejemplo, la Palabra de Dios dice: “Sin esperanza y sin Dios” (Ef 2,12). Sin Dios en nuestras vidas no hay esperanza ni futuro, ¿pero le puedo decir a mi vecino que sí para no incomodarle?
“El corazón del hombre desea la alegría. Todos deseamos la alegría, cada familia, cada pueblo aspira a la felicidad. ¿Pero cuál es la alegría que el cristiano está llamado a vivir y testimoniar? Es la que viene de la cercanía de Dios, de su presencia en nuestra vida. Desde que Jesús entró en la historia, con su nacimiento en Belén, la humanidad recibió un brote del reino de Dios, como un terreno que recibe la semilla, promesa de la cosecha futura. ¡Ya no es necesario buscar en otro sitio! Jesús vino a traer la alegría a todos y para siempre. No se trata de una alegría que sólo se puede esperar o postergar para el momento que llegue el paraíso: aquí en la tierra estamos tristes pero en el paraíso estaremos alegres. ¡No! No es esta, sino una alegría que ya es real y posible de experimentar ahora, porque Jesús mismo es nuestra alegría, y con Jesús la alegría está en casa, como dice ese cartel vuestro: con Jesús la alegría está en casa. (…) Él está vivo, es el Resucitado, y actúa en nosotros y entre nosotros, especialmente con la Palabra y los Sacramentos. Todos nosotros bautizados, hijos de la Iglesia, estamos llamados a acoger siempre de nuevo la presencia de Dios en medio de nosotros y ayudar a los demás a descubrirla, o a redescubrirla si la olvidaron. Se trata de una misión hermosa, semejante a la de Juan el Bautista: orientar a la gente a Cristo —¡no a nosotros mismos!— porque Él es la meta a quien tiende el corazón del hombre cuando busca la alegría y la felicidad.” (Papa Francisco).