Juan Bautista es una figura clave del Adviento, porque él recibió la misión de abrir el camino a Cristo. Con Juan Bautista se cierra el Antiguo Testamento y se abre paso la Nueva Alianza que Jesucristo realizará. Juan no es la Luz, pero indica dónde está la Luz; no es la Palabra, pero es la voz que trae a la Palabra; no es el esposo, sino el amigo del esposo; no es el Mesías, pero prepara sus caminos. Él sólo puede bautizar con agua, pero no puede ungir con el Espíritu; solamente Aquel que es el Mesías, el Ungido de Dios, podrá hacerlo.
La grandeza y la humildad de Juan Bautista se nos hacen patentes: su manera de vivir, su convencimiento y la fuerza de su predicación atraen a multitudes hacia el desierto y desvelan deseos de conversión; pero a la vez, no se atribuye lo que no tiene, ni se hace pasar por lo que no es: si Juan hubiera dicho que él era Cristo, mucha gente lo habría creído, dado su gran ascendente; pero él es testigo de la luz y no puede faltar a la verdad. He aquí una gran lección para un mundo en el que a menudo muchos se presentan como más de lo que son. Si ante Dios somos lo que somos, ¿por qué no presentarnos así también ante los hombres, con un sincero deseo de crecimiento espiritual?
Siempre me ha parecido curiosa esta expresión: «Soy una voz que clama en el desierto», que ha dado pie a un dicho popular que utilizamos cuando nadie nos hace caso. Juan toma un versículo del profeta Isaías que en realidad dice: «Una voz grita: “En el desierto allanad el camino del Señor”». Dicho de una manera u otra, ambas tienen sentido, porque todos, al participar por desgracia en el pecado, hemos hecho de la vida humana un desierto: el egoísmo y la cerrazón convierten al mundo en un páramo inhóspito. Es en este mundo donde la voz que clama nos invita urgentemente a la conversión, y es también en este mundo donde tenemos que trabajar para abrir caminos al Señor. Sólo Él podrá salvarnos y hacer que nuestra vida se ilumine y podamos ver la presencia del Reino de Dios.
Si tuviéramos que buscar otro apodo para Juan Bautista, creo que el más conveniente sería el de aguafiestas. A menudo nos organizamos la vida como si fuera una fiesta a nuestro aire, en la que entran los que queremos, mientras excluimos a aquellos que no nos interesan. Y a menudo no queremos que Dios entre, o en todo caso lo dejamos entrar a condición de que no nos preocupe y nos deje hacer lo que nos apetece. Pero Juan, con su llamada a la conversión, tira agua a nuestra «fiesta», nos bautiza y nos dice por donde pasa el camino recto; nos ayuda a purificar nuestra vida y abrirnos al don del amor de Dios que nos lleva Jesucristo y que nos transforma en recibir el don del Espíritu Santo.