Hoy comienza el Adviento, hoy se presenta ante nosotros una valiosa oportunidad de volver al Señor, de convertirnos y elevar nuestra mirada y clavarla en el rostro hermoso de Cristo vivo que viene, que nos busca, que escudriña los corazones buscando fe, oración y dolor por nuestros pecados. Alegrémonos y demos gracias al Cielo por darnos una vez más esta oportunidad de cambiar, de mirar a Jesús y quedar radiantes.
El papa Benedicto XVI nos hablaba así del primer domingo de Adviento:
Isaías, el profeta del Adviento, nos hace reflexionar hoy con una sentida oración, dirigida a Dios en nombre del pueblo. Reconoce las faltas de su gente, y en un cierto momento dice: “Nadie invocaba tu nombre, nadie salía del letargo para adherirse a ti; porque tú nos escondías tu rostro y nos entregabas a nuestras maldades” (Is 64,6). ¿Cómo no quedar impresionados por esta descripción? Parece reflejar ciertos panoramas del mundo postmoderno: las ciudades donde la vida se hace anónima y horizontal, donde Dios parece ausente y el hombre el único amo, como si fuera él el artífice y el director de todo: construcciones, trabajo, economía, transportes, ciencias, técnica, todo parece depender sólo del hombre. Y a veces, en este mundo que parece casi perfecto, suceden cosas chocantes, o en la naturaleza, o en la sociedad, por las que pensamos que Dios pareciera haberse retirado, que nos hubiera, por así decir, abandonado a nosotros mismos.
Las palabras del profeta Isaías no son una visión, sino la constatación de una esperanza cierta: nadie como el Señor ha hecho tanto por el que espera en Él. Ningún dios actuó como el Señor con su pueblo, así que podemos esperarlo todo, la salvación; nosotros somos fango (parece que Dios es el gran ausente) pero estamos en las manos del Alfarero. El Señor por un tiempo nos oculta su rostro, y nos hace ver que a nuestro alrededor nadie invoca su nombre, pero se ha rasgado el cielo y Dios ha nacido.
Frente a todo planteamiento individualista, esta visión debe dilatar nuestra mirada. Frente a toda desesperanza porque no vemos aún que de hecho esto sea así, Dios quiere infundir en nosotros la certeza de que será realidad porque Él lo promete. Más aún, a ello se compromete. Por eso la segunda lectura y el evangelio nos sacuden para que reaccionemos: «Daos cuenta del momento en que vivís». En esta etapa de la historia de la salvación estamos llamados a experimentar las maravillas de Dios, la conversión de multitudes al Dios vivo. Más aún, se nos llama a ser colaboradores activos y protagonistas de esta historia. Pero ello requiere antes nuestra propia conversión: «Es hora de espabilarse… dejemos las actividades de las tinieblas y pertrechémonos con las armas de la luz, caminemos a la luz del Señor». (Julio Alonso Ampuero)
La lección final de la palabra de Dios es que abramos los ojos ante el momento en el que vivimos. Absolutamente todo se convierte en una gran oportunidad para amar a Cristo que viene en la noche de mi vida y en la noche de Belén.