El ángel me transportó en éxtasis a un monte altísimo, y me enseñó la ciudad santa, Jerusalén, que bajaba del cielo, enviada por Dios, trayendo la gloria de Dios. Brillaba como una piedra preciosa, como jaspe traslúcido. (Ap 21, 10-11).

La resurrección del Señor nos adelanta ya los tiempos finales, la plenitud del amor al que estamos llamados. Por eso la Iglesia nos propone este pasaje del libro del Apocalipsis, en el que nos reconocemos como moradores de la Jerusalén del cielo (pues el Padre y el Hijo moran en nosotros). Es verdad que todavía habitamos una ciudad llena de sombras y de velos, y nosotros mismos nos confundimos con facilidad ante los argumentos del mundo, pero un día llegaremos a ser traslúcidos como el jaspe, brillantes como piedras preciosas colocadas con cuidado en la gran ciudad de Dios. Un día se ha de hacer realidad la promesa de Cristo: Dios lo será todo en todos.

Por lo tanto, se podría trazar una línea a modo de separación entre transparencia y opacidad, y entre paz y guerra. Se trata de delimitar un pequeño mapa de nuestra vida en el que nos podamos situar y orientar. Si Cristo y el Padre moran en nosotros cuando amamos y cumplimos sus palabras, entonces somos transparentes, reflejamos la luz del Señor, como las piedras de la nueva Jerusalén. Pero al mismo tiempo que queremos quedarnos a un lado para dejar ver a Cristo, nuestra vida está llena de opacidades y de velos que no nos dejan ver bien. ¡Nos falta muy a menudo visión de conjunto, mirar con amor! La mentira nos confunde y buscamos antes el amor de los hombres que la gloria de Dios. Eso oscurece nuestra vida y nos hace personas grises y además molestas para quien realmente nos quiere.

Y la transparencia y la opacidad de nuestras vidas están relacionadas (como quizás alguno ya ha visto) con la verdadera paz que nos quiere dar Cristo y su contrario, la guerra que genera la confusión y el ansia. Sin la luz de la verdad de Jesús nuestras vidas no serán transparentes ni alcanzaremos nunca la paz, pues la paz sin la verdad engendra el miedo, la desconfianza y la peor de las guerras: la suspicacia. El teólogo Hans Urs von Balthasar lo explica de forma muy clara.

En el evangelio, que remite de nuevo a su salida de este mundo, ya muy próxima, Jesús inculca a su joven Iglesia una palabra: la paz. Se trata expresamente de la paz que proviene de él, que es la única auténtica y duradera, pues una paz como la da el mundo por lo general no es más que un armisticio precario o incluso una guerra fría. Los discípulos poseen el arquetipo de la verdadera paz en Dios mismo: el que guarda la palabra de Jesús por amor, ése es amado por el Padre. El Padre viene junto con el Hijo al creyente para hacer morada en él, y el Espíritu Santo le aclara en su corazón todo lo que Jesús ha hecho y dicho, toda la verdad que Jesús ha traído. Dios en su Trinidad es la paz verdadera e indestructible. En esta paz los discípulos deben dejar marchar a su amado Señor con alegría, porque no hay más alegría que el amor trinitario, y éste se debe desear a cualquiera, aun cuando haya que dejarle marchar.