La Ascensión manifiesta la gran victoria de Jesucristo. Jesús ha hecho su camino realizando su vocación, la misión salvadora encomendada por el Padre. Ahora ha sido glorificado a la derecha de Dios y constituido Señor de todo. Tiene razón san Pablo al decir:

Cuán grande y sin límites es su poder, el cual actúa en nosotros los creyentes. Este poder es el mismo que Dios mostró con tanta fuerza y potencia cuando resucitó a Cristo y lo hizo sentar a su derecha en el cielo (Ef 1,19-20).

Sin embargo, con la Ascensión, Jesús, el Señor resucitado, no se aleja de nosotros, sino que se hace presente todavía, con mayor profundidad, pues es en la Pascua cuando el Señor Jesús empieza a estar presente en nuestra historia de un modo más efectivo, libre de todo condicionamiento espacio-temporal. Como Señor resucitado puede decir con toda propiedad: «Yo estaré con vosotros cada día»; así podemos entender sus palabras cuando dice: «Cuando dos o tres se reúnen en mi nombre, yo estoy en medio de ellos», o comprender y vivir la entrañable aseveración de que «este pan es mi Cuerpo y este vino es mi Sangre», así como su identificación comprometedora con todo ser humano al decir: «Todo lo que hicisteis con uno de éstos, conmigo lo hicisteis». El Cristo Pascual, el Cristo de la Ascensión, es el Cristo cercano a todo tiempo y lugar, de manera misteriosa, que quiere comunicarnos la Vida Nueva de los hijos de Dios.

A partir de esta presencia cercana e íntima de Cristo, podemos entender la misión que él nos encomienda a sus discípulos. El Señor envía a los suyos al mundo a predicar, a proclamar el Evangelio, a imponer las manos, a bautizar, a obrar como él, en definitiva. Después de la Ascensión comienza la tarea de la comunidad. Donde antes llegaba directamente Cristo como Médico, Guía y Cabeza, ahora llega a través de la Iglesia. Aunque él está realmente presente en todo momento, ahora actúa por medio de su Iglesia.

La Ascensión es fiesta porque sintonizamos con el triunfo de nuestro Señor, pero también es compromiso: «Cuando venga sobre vosotros el Espíritu Santo, recibiréis una fuerza que os hará mis testigos… hasta los confines de la tierra». Los discípulos no deben quedarse mirando al cielo, ya que tienen una gran obra por realizar. Nosotros, después de veintiún siglos, tenemos el mismo compromiso. Animados por la misma fe y la misma esperanza que los primeros cristianos, nos vemos urgidos a continuar la obra y a ser testigos de Jesús Resucitado en el mundo actual. Para esta tarea nos fortalece en primer lugar el mismo Cristo, el Señor glorioso, realmente presente, y el Espíritu Santo, el mismo Espíritu que llenó a la Virgen María con su gracia, y que en la Eucaristía hace posible que el pan y el vino se conviertan en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, para que podamos recibir el alimento de vida eterna y nos identifiquemos con el Señor resucitado. Por Cristo, con él y en él, también nosotros somos elevados a la gloria, porque él es Dios que se ha dignado a compartir nuestra naturaleza humana.

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