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En medio de un mundo sacudido por guerras, injusticias, crisis ecológica e incertidumbres personales, puede parecer ingenuo hablar de esperanza, y más aún cuando el pesimismo parece apoderarse de la sociedad. Pero, para los cristianos, la esperanza no es un optimismo ingenuo, sino una fuerza que nace de un hecho decisivo: Jesucristo ha resucitado. No se trata de una idea simbólica ni de un consuelo piadoso, sino de un acontecimiento real que ha cambiado para siempre el destino de la humanidad, porque ha iluminado la historia y nuestra propia vida.

La resurrección de Cristo rompe el muro del fatalismo y del “todo acabará mal”. Nos dice que el mal no tiene la última palabra, que la muerte no es el final, y que Dios tiene la capacidad de hacer brotar vida nueva incluso en los lugares más marchitos. Por eso, la esperanza cristiana no es pasiva: nos empuja a actuar, a amar, a servir, a perdonar, a luchar por un mundo más justo, sabiendo que no trabajamos en vano, y que nuestra misión es mostrar al mundo la respuesta de Dios, llena de amor.

En la resurrección de Jesucristo, Dios mismo ha dicho “sí” a la humanidad.

Ese “sí” nos sostiene cuando nuestras fuerzas flaquean, cuando la fe vacila o cuando la vida nos golpea. Es el Espíritu del Resucitado el que nos hace caminar cuando todo nos dice que nos detengamos. Y es ese mismo Espíritu el que hace nacer cada día, en el corazón de los creyentes, una esperanza más grande que el miedo y más firme que la incertidumbre. Miremos el futuro con esperanza, no porque todo sea fácil, sino porque Cristo vive y camina con nosotros. Y con Él, el futuro no es una amenaza, sino una promesa. Una promesa de vida, de plenitud y de resurrección para todos. Esta es nuestra fe, y es también la buena noticia que el mundo necesita oír.