Celebramos en este domingo la Ascensión del Señor, misterio glorioso que culmina su presencia visible entre nosotros después de la resurrección. Jesús sube al cielo, no para alejarse, sino para abrirnos el camino hacia la vida eterna. La Ascensión no es una separación, sino una elevación: Jesucristo entra en la gloria del Padre como cabeza de la nueva humanidad y, con Él, todos somos llamados a participar de esta misma gloria. San Pablo nos lo recuerda con fuerza: «[Dios] nos ha resucitado con Cristo Jesús, nos ha sentado en el cielo con Él, para revelar en los tiempos venideros la inmensa riqueza de su gracia, mediante su bondad para con nosotros en Cristo Jesús» (Efesios 2,6-7). Esto significa que, en Jesucristo, ya hemos empezado a vivir nuestra filiación divina. La Ascensión nos revela nuestra dignidad: somos hijos de Dios, llamados a vivir desde ahora con el corazón puesto en el cielo, mientras todavía peregrinamos en este mundo.
Jesús no se ha desentendido de nosotros. Al contrario, permanece presente de un nuevo modo: en la Palabra, en los sacramentos y en la comunión fraterna. Y desde el cielo intercede por nosotros y nos envía el Espíritu Santo para hacernos testigos de su Evangelio hasta los confines de la tierra.
Que esta fiesta renueve nuestra esperanza y nos ayude a vivir llenos de alegría nuestra vocación: elevarnos cada día, con Cristo, hacia el Padre. No nos conformemos con una vida cristiana plana y sin fuego, sino aspiremos a las realidades de arriba, donde Cristo está sentado a la derecha de Dios. La Ascensión nos invita a caminar con los pies en el suelo, pero con el corazón en el cielo, sabiendo que nuestro destino es la vida plena de los hijos e hijas de Dios.