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Una de las escenas del Evangelio que más me han ayudado a meditar sobre la realidad de la Iglesia y su presencia en la sociedad es la de Jesús andando sobre las aguas, acercándose a la barca de los discípulos, sacudida por las olas, luchando contra la fuerza del viento (Jn 6,16-21). Creo que este episodio describe muy bien la situación de la Iglesia en todas las épocas y que se aplica muy bien a nuestro tiempo.

La situación en la que vivimos no es mejor ni peor que en otras épocas, es la que nos ha tocado vivir y en ella hemos de hacer presente el Reino de Dios y proclamar el Evangelio de Jesús. No podemos menospreciar el pasado, porque es la raíz de dónde venimos, pero tampoco podemos vivir de recuerdos sumergidos en la nostalgia de pensar que los tiempos pasados fueron mejores y que entonces todo iba sobre ruedas y era más fácil, pues el pasado también tenía sus dificultades que, con el tiempo, tendemos a olvidar. No podemos mirar el futuro con angustia o desesperanza, ni tampoco hemos de ser unos ilusos pensando que con el correr del tiempo todo se arreglará sin más. Es preciso vivir situados en el presente y tener la mirada puesta con esperanza en el futuro, agradeciendo a Dios nuestra herencia y todos los medios que nos ha dado para vivir y llevar a término en nuestro mundo la aventura de la fe. Nos hará mucho bien leer esta recomendación de la Carta a los Hebreos:

«En consecuencia: teniendo una nube tan ingente de testigos, corramos, con constancia, en la carrera que nos toca, renunciando a todo lo que nos estorba y al pecado que nos asedia» (Heb 12,1).

Empezamos un nuevo curso y se nos plantean nuevos interrogantes con nuevos retos. Vivimos en un mundo materialista y en una sociedad sumamente secularizada, en la que a muchos contemporáneos se les ha borrado Dios de su horizonte, y en la que el dinero, el prestigio, el placer, la eficacia y el pragmatismo se han convertido en las nuevas divinidades. El profundo secularismo en el que vivimos se manifiesta en el descenso notable del número de matrimonios sacramentales, de bautizos, de inscripciones a la catequesis, de la práctica de la confesión y también del aumento de defunciones para las que ya no se piden las exequias cristianas.

Añadamos que muchos que aún solicitan los servicios de la Iglesia quizás ya no lo hacen por una convicción cristiana más o menos profunda, sino por lo que todavía queda de inercia de otras épocas. No podemos engañarnos, Cataluña es país de misión, Rubí es tierra de misión. Pero no debemos ser pesimistas, porque los tiempos actuales nos dan también grandes oportunidades y pueden servir para abrir nuevos caminos a la evangelización y presentar al mundo propuestas valientes. En este mundo de increencia no podemos esperar simplemente a que la gente venga; somos nosotros quienes debemos salir a su encuentro; sin dejar el oficio de pastores, también hay que ser pescadores, y esto será así y siempre.

¿Cómo hacerlo? En primer lugar, con la oración, porque seremos incapaces de evangelizar si no estamos en sintonía con el corazón y el pensamiento de Dios «que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1Tm 2,4). En segundo lugar, cultivando las relaciones familiares y vecinales. No se trata de ponernos pesados, pero tampoco de ser miedosos. En tercer lugar, sabiendo sacar partido de las nuevas tecnologías, de internet y de las redes sociales. Y, finalmente, quitándonos la pereza de encima, siendo más solícitos y generosos cuando la comunidad cristiana nos pida tiempo, energías y dinero para la acción evangelizadora que debemos desarrollar entre todos en nuestra sociedad. De bien poco sirve quedarnos en casa, de brazos cruzados y lamentándonos de que el mundo vaya tan mal cuando tenemos tanto por hacer.
Mn. Joaquim

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