Este domingo coincide con la fiesta de la presentación del Señor en el Templo, pues se cumplen cuarenta días del nacimiento del Salvador en Belén. Las lecturas de esta fiesta ilustran muy bien el sentido profundo de este acontecimiento salvífico, la presentación, por parte de José y de María, del niño Jesús en el Templo de Jerusalén, ante la presencia de Dios.
De pronto entrará en el santuario el Señor a quien vosotros buscáis, el mensajero de la alianza que vosotros deseáis. (Mal. 3, 1).
Jesús entra en el santuario, Dios mismo entra en el templo de piedra construido por manos humanas, el Salvador de todos los hombres a quien muchos buscaban y algunos esperaban, el mensajero de la alianza, entra de puntillas en el Templo, en la gran ciudad de Jerusalén. Y es que conociendo un poco a Dios, y su modo de actuar, vemos en este simple hecho de la presentación del niño Jesús en el Templo ese gran acontecimiento que celebra y anuncia ya la victoria de Cristo, su triunfo sobre la muerte y el pecado. Es como cuando san Francisco Javier se embarcó en Lisboa hacia la India, en el siglo XVI, para incendiar toda Asia del fuego de Jesús. Le esperaba un viaje de más de un año de duración, en el que vio como compañeros suyos, religiosos o no, iban muriendo a bordo, o en los puertos donde se abastecían de lo necesario. La Providencia le protegió en su viaje, pero pocos reparaban en que aquel delgado hombre fuera a hacer algo relevante en unas tierras inhóspitas y lejanas. Jesús entra en Jerusalén con tan sólo cuarenta días de vida terrenal para realizar la nueva alianza, la que todos deseábamos pero no creíamos posible. Pasa desapercibido, pero a la vez cabalga victorioso hacia los cielos.
Por eso tenía que parecerse en todo a sus hermanos, para ser sumo sacerdote compasivo y fiel en lo que a Dios se refiere, y expiar así los pecados de pueblo. (Hb. 2, 17).
Jesús se somete a la ley de Moisés cumpliendo con el precepto de los primogénitos y de nuevo se entrega y se consagra a su Padre Dios, y lo hace desde los brazos de María. Se vuelve a repetir el episodio de la Anunciación en el que Jesús se entrega a la humanidad haciéndose hombre en el seno de María y ella responde: He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra. Jesús asume toda nuestra humanidad y acoge y vive toda la ley, para ser así sacerdote, para perdonar así todos nuestros pecados, para levantarnos desde nuestra pobreza y miseria. Es como cuando santo Toribio de Mogrovejo, segundo obispo de Lima, en el siglo XVI, mandó imprimir el catecismo en las lenguas quechua y aymara, lenguas amerindias, y que constituyeron los primeros escritos publicados en toda América.
Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos. (Lc. 2, 29-30).
Nuestros ojos han visto al Salvador, han contemplado al Señor, vivo, presente, frágil pero palpable. Sólo encontramos esta paz cuando durante el día nos hemos dado cuenta de que hemos visto al Salvador, que hemos visto a Jesús, en su Palabra, en los hermanos, en mí. Pero si no le vemos, si no reparamos en su compañía, no quedamos en paz, seguimos inquietos y a veces nerviosos, preocupados en ocasiones por nuestros respetos humanos. Necesitamos encontrarnos con Cristo cada día, y nos consuela el hecho de que él ha llegado hasta nosotros, ha caminado entre nosotros para que le veamos.