Esta es una expresión que hace unos cuántos años acompañaba frecuentemente los recordatorios de las defunciones, y que alguna vez vuelve a aparecer en la actualidad. No tengo nada en contra y me parece muy bien que aparezca de nuevo, siempre y cuando sea cierto esto que dice. Lo que pasa es que, desgraciadamente son muy pocas las personas que mueren habiendo recibido los santos sacramentos y la bendición apostólica; y este hecho es un motivo de gran tristeza para un pastor de la comunidad cristiana y lo tiene que ser también para cualquier fiel de Jesucristo.
Uno se da cuenta que la mayoría de los cristianos sólo lo son de nombre, porque un día los bautizaron, y después han continuado haciéndose un cristianismo selectivo, a su medida, que tiene poco que ver con el reconocimiento y la adoración de Dios verdadero y, en cambio va en busca de la idolatría del propio yo. Ante algunas fiestas de bautizos, primeras comuniones o bodas, ¿Dios no podría decir: «Este pueblo se me acerca de palabra, me honra con los labios, pero su corazón se mantiene lejos de mí. La veneración que me tienen es tan sólo un precepto humano, una rutina aprendida» (Is 29,13)? Estas palabras del profeta, ¿no nos tendrían que hacer plantear el sentido de nuestra vida cristiana? Y además del sentido de la vida, también nos tendrían que plantear el sentido de la muerte, porque en este mundo sólo estamos de paso, y a veces vivimos como si no nos tuviéramos que morir nunca. ¡Ah! ¿Pensamos bastante que un día nos tendremos que presentar ante Dios, que juzgará nuestra vida?
La enfermedad nos muestra la caducidad de la vida, pero a la vez, junto con el sufrimiento y la incertidumbre que comporta, también nos abre las puertas de la esperanza gracias al ejemplo de Jesucristo, que se acercaba a los enfermos, se compadecía de ellos y los curaba. Jesucristo curaba los enfermos en un doble sentido: a unos los curaba de su enfermedad y a otros los daba confort espiritual; ahora bien, en los dos casos, los enfermos recibían el perdón de sus pecados. La misericordia de Jesucristo hacia los enfermos se manifiesta hoy en el sacramento de la unción y en la comunión traída a las personas que sufren en la cama del dolor. La unción no es un hecho siniestro, ni la corroboración de una sentencia de muerte ante un hecho irreversible, sino el sacramento que conforta los enfermos y que, en algunos casos, determinados por Dios les devuelve incluso la salud. Por eso, la unción no es un sacramento para darlo in extremis a los moribundos, sino un sacramento para los enfermos, aunque de la enfermedad no se derive peligro de muerte.
Es triste ver como hay personas que se consideran cristianas, pero no llaman el sacerdote para que visite a sus familiares enfermos, privándolos así de una gran ayuda espiritual; o avisan, cuando el enfermo ya está inconsciente, o quizás acaba de morir. «No queremos que se asuste», acostumbran a decir, ¡Dios mío, qué visión tan triste del sacramento de la unción, del ministerio sacerdotal y de la cura de los enfermos! ¿Tendrían el mismo temor si lo tuvieran que convencer porque tiene que firmar el testamento? Aprovechemos y valoremos, pues, todos los medios que Dios nos da para cultivar nuestra relación con él; no vivamos en el olvido de todo y en la des-preocupación, ni a lo largo de la vida, ni en la enfermedad, ni a la hora de la muerte, porque en todas las etapas necesitamos el alimento espiritual que nos fortalece y hace más estrechada nuestra relación con el Señor.