El cuarto Domingo de Cuaresma es conocido como el Domingo Laetare, un día especial en el que la Iglesia nos invita a hacer un alto en el camino penitencial y anticipar la alegría de la Pascua. La liturgia de este día nos dice en su antífona de entrada:
«Alégrate, Jerusalén, y reuníos todos los que la amáis» (cf. Is 66,10). Es una llamada a la esperanza en medio del esfuerzo cuaresmal, una luz que se filtra en el rigor del desierto.
A menudo, la Cuaresma se asocia con el sacrificio, la penitencia y la renuncia, y ciertamente son aspectos fundamentales del camino hacia la conversión. Sin embargo, este domingo nos recuerda que la vida cristiana no se reduce a la austeridad, sino que está marcada por la alegría profunda de quien sabe que la Pascua se acerca. No estamos llamados a la tristeza, sino a una alegría que nace de la certeza de que Jesucristo ha vencido a la muerte y nos abre las puertas de la vida nueva.
El color litúrgico rosa de este día, síntesis del morado de la Cuaresma y del blanco de la Pascua, es un signo visible de esta pausa gozosa en el camino cuaresmal. Nos dice que la oscuridad del pecado no tiene la última palabra, sino que la luz de Cristo resplandece con fuerza. Este domingo nos alienta a seguir adelante con renovado entusiasmo, con la confianza de que el amor de Dios nos sostiene y nos transforma. Pero ¿cómo vivir esta alegría en nuestra vida cotidiana? No se trata de una alegría superficial o pasajera, sino de aquella que surge del corazón reconciliado con Dios y con los hermanos. Se experimenta en la oración sincera, en la caridad vivida con generosidad, en la confianza en la misericordia del Padre que nos espera siempre con los brazos abiertos. La alegría cristiana no es ausencia de dificultades, sino la certeza de que el Señor camina con nosotros.
Que este Domingo Laetare nos ayude a descubrir nuevamente la alegría de nuestra fe y a renovar nuestro compromiso de seguir a Cristo con un corazón disponible y generoso. Sigamos caminando con esperanza, porque la Pascua se acerca, la resurrección nos espera y la luz del Resucitado iluminará nuestras vidas para siempre. ¡Alégrate, Jerusalén, porque el Señor está cerca!