Cuando escuchamos la palabra “conversión”, solemos pensar en grandes transformaciones, en historias impactantes de personas que dejan atrás una vida de pecado para abrazar la fe. Sin embargo, la conversión es algo mucho más profundo y, al mismo tiempo, cotidiano: es un cambio de mentalidad, una renovación interior que nos acerca más a Dios y a su voluntad.
En el Evangelio, Jesús inicia su predicación con una invitación clara: «Convertíos y creed en el Evangelio» (Mc 1,15). La palabra griega que se traduce como “convertirse” es metanoia, que significa precisamente “cambio de mente” o “transformación del pensamiento”. Esto nos ayuda a comprender que la conversión no es solo un acto puntual, sino un proceso continuo de renovación del corazón y de la manera en que vemos la realidad. San Pablo lo expresa de manera contundente: «No os amoldéis al mundo presente; dejaos transformar y renovad vuestro interior, para que podáis reconocer cuál es la voluntad de Dios, lo que es bueno, agradable a él y perfecto» (Rom 12,2). Esto significa que la conversión implica desaprender ciertos hábitos, prejuicios y formas de pensar que nos alejan de la verdad del Evangelio, para abrirnos a la novedad del amor de Dios.
Un cristiano en constante conversión es aquel que se deja moldear por el Espíritu Santo, que examina sus actitudes a la luz de la Palabra de Dios y que está dispuesto a cambiar cuando descubre algo en su vida que no está en sintonía con el Evangelio. Es también alguien que aprende a mirar a los demás con los ojos de Cristo, abandonando juicios duros y acogiendo con misericordia a quienes le rodean.
La Cuaresma es un tiempo privilegiado para emprender este camino de conversión, pero en realidad, la llamada a cambiar nuestra mentalidad según el corazón de Dios es permanente. Que el Señor nos conceda la gracia de vivir en constante renovación, para que nuestra fe se vuelva cada día más auténtica y transformadora.