Hoy podemos ver en el Evangelio como Jesús nos enseña; como él se pone al mismo nivel que la antigua Ley de Moisés, la máxima autoridad para los judíos. Jesús se dispone a enseñarnos la nueva ley, la ley evangélica. Se trata de algo que nos puede pasar desapercibido, pero supone una gran novedad también para nosotros.
El Yo de Jesús destaca de un modo como ningún maestro de la Ley se lo puede permitir. La multitud lo nota; Mateo nos dice claramente que el pueblo «estaba espantado» de su forma de enseñar. No enseñaba como lo hacen los rabinos, sino como alguien que tiene «autoridad». (Benedicto XVI » Jesús de Nazaret).
Jesús se pone en el lugar del que legisla, en el lugar de Dios. De esta forma podemos apreciar hoy de qué manera se ha obrado la revelación de la nueva Ley, de la ley evangélica. Se trata de alguien de carne y hueso que ha llegado hasta nosotros, pero que ha venido del Padre, ha descendido de lo alto. Para reconocer así a Jesús necesitamos algo más, necesitamos de una mirada interior que nos permita ver lo escondido de Cristo. Y san Pablo, en la epístola, habla del Espíritu. éste es el que puede sondear lo profundo de Dios, lo inescrutable para todos nosotros, lo que se nos oculta a simple vista de Jesús. Y él afirma que este Espíritu ha llegado hasta nosotros, y nos permite conocer a Dios, descubrirle más claramente, y por lo tanto, amarle más auténticamente.
Tenemos, por tanto a dos «personajes» importantes: Jesús, el nuevo Moisés, el auténtico legislador, y el Espíritu de Dios que parece que ha llegado hasta nosotros. San Ireneo de Lyon, del siglo II, hablaba de Jesús y del Espíritu Santo como las dos manos del Padre, con las que actúa sobre nosotros. Se trata de hacer de nuevo este descubrimiento, el de acercarnos al estrado de Jesús, a su particular monte Sinaí, para ser instruidos por él en la nueva Ley, para aprender de él y para seguirle a él, pues la nueva ley del Evangelio implica, como novedad imponente, el seguimiento de Jesús; si nos quedamos con sus palabras pero no le seguimos nos pasará como al joven rico que ya cumplía los mandamientos pero no quiso venderlo todo y seguir a Cristo, no se atrevió a dar ese paso al que nos llama Jesús. El Espíritu Santo es el que nos permite descubrir a Jesús, es el motor interior que le mueve, y el que ha querido darnos en el momento de su muerte y resurrección. Este Espíritu habita en nosotros, ha logrado en muchos corazones algo impensable: hacernos semejantes a Jesús, hacernos cumplidores de la Ley por el amor. ésta ha sido la obra de Dios en nosotros, y la redescubrimos hoy con alegría y agradecimiento.
Lo sorprendente es que Dios ha llegado hasta lo más hondo de nosotros, ha compartido con nosotros todo por amor a nosotros. éste es el milagro que suscita en nosotros la fe y el entusiasmo por la causa de Dios.
Como está escrito: «Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el hombre puede pensar lo que Dios ha preparado para los que lo aman.» Y Dios nos lo ha revelado por el Espíritu.» (1 Cor 2, 9-10).
Aquel que tanto ayer como hoy pasa desapercibido para tantos es el que nos ha mostrado el amor ocultísimo de Dios por nosotros y que ha brillado en el rostro de Jesús, y lo que es mejor, brilla en nuestro rostro para los demás si nos disponemos a ser instrumentos en las manos del Señor.