No hace muchos días escuchamos en el Evangelio unas palabras de Jesús que no dejan nunca de inquietarnos:

pero cuando venga el hijo del hombre, ¿encontrará fe sobre la tierra? (Lc. 18, 8).

Y en el Evangelio de este domingo Jesús nos habla de la vida futura y de la resurrección de los muertos. Jesús nos adelanta parte de lo que será nuestra vida después de la muerte:

En este mundo los hombres y las mujeres se casan, pero los que son juzgados dignos de participar del mundo futuro y de la resurrección, no se casan. Ya no pueden morir, porque son semejantes a los ángeles y, al ser hijos de la resurrección, son hijos de Dios. (Lc. 20, 34-36)

Nos encontramos finalizando el año de la fe, un año de gracia para revitalizar nuestra fe a la luz de la Palabra de Dios, revelada, predicada y vivida, que da origen a nuestra fe. Pues la fe, como virtud que se asienta en nuestra inteligencia, es un conocimiento cierto de las realidades divinas que proviene del Hijo, Jesucristo, que es quien conoce de verdad al Padre y nos muestra su rostro:

Mi padre me ha entregado todas las cosas. Nadie conoce realmente al Hijo, sino el Padre; y nadie conoce realmente al Padre, sino el Hijo y aquellos a quienes el Hijo quiera darlo a conocer. (Mt. 11, 27)

Hoy en día nos encontramos ante un ambiente bastante indiferente ante la fe y la necesidad de acudir a Dios y de reconciliarnos con él y con los demás. Muchas veces la indiferencia procede del descrédito de la fe, que a su vez tiene múltiples causas. Una de ellas es la ofuscación de la misma fe y de la alegría cristiana que la misma Iglesia ejerce muchas veces pero también están la comodidad, la holgura económica y la falsa satisfacción relajante que nos hacen olvidar el sufrimiento, como culpables de la indiferencia ante la existencia de Dios y de su llamada personal.

Nuestro mundo moderno está enfermo (como siempre lo ha estado) y quizá hoy especialmente de escepticismo, de falta de certezas, de verdades luminosas como las que hoy escuchamos de labios de Cristo. Seremos semejantes a los ángeles, y ya no nos casaremos, pues viviremos del todo entregados al Dios eterno que es amor. Nos encontramos muchas veces con tantas personas incapaces de creer, imposibilitadas para ello por querer a veces preferir la duda, permanecer en la mera evasión, que nos podemos fácilmente contagiar, desanimar y comenzar a sospechar de la revelación de Dios en Jesús, en medio de un mundo que refleja tan poco esa supuesta buena noticia. Esta realidad descrita, nos hace entender la pregunta de Jesús que abría este escrito: «¿encontrará fe sobre la tierra?» La respuesta es que sí, que sí la encontrará; pero la pregunta siguiente es si encontrará en nosotros fe o no. Recordemos por un momento nuestra identidad, hagamos memoria de por qué hoy estamos en el interior de este alto y bello edificio con siglos de historia. Somos católicos, las piedras de nuestra parroquia nos hablan de guerras, de esplendores, de hambrunas, de persecuciones y de fe; de fe en cada uno de esos momentos. Estamos en la iglesia, donde podemos adorar a Jesucristo presente en el Sagrario, pero nuestra fe puede afirmar más todavía: somos sagrarios vivientes, somos templos del Dios vivo y verdadero, ¿no es así? ¿Por qué no damos hoy las gracias a Dios por nuestra fe y animados por su promesa de ser como ángeles nos entregamos del todo a Jesús, nuestra esperanza y alegría?

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