El reciente fallecimiento del Papa Francisco el Lunes de la Octava de Pascua me ha hecho pensar en la historia reciente de la Iglesia, un período de grandes cambios en el mundo y de grandes desafíos para la Iglesia en su misión de hacer presente el Evangelio en medio de sociedades cada vez más plurales. Junto a ello, me ha invitado a glosar la personalidad y la aportación de los tres últimos Papas, que han marcado este período siguiendo la pauta del Concilio Vaticano II. Sin duda alguna, los tres han sido verdaderos testigos del Evangelio. Cada uno, con su estilo y carisma, ha dejado una huella profunda en la historia de la Iglesia y en el corazón de los fieles.
San Juan Pablo II (Karol Josef Wojtila, 1978-2005) fue el Papa de la esperanza y del coraje. Intervino como Padre conciliar en el Concilio Vaticano II. Procedente de Polonia, trajo consigo la fuerza de una fe probada en la adversidad. Su pontificado fue largo y fecundo: derribó muros ideológicos, impulsó la juventud con las Jornadas Mundiales, y proclamó incansablemente la dignidad de la persona humana. Fue un Papa peregrino, siempre al encuentro de los pueblos y las culturas.
Benedicto XVI (Joseph Aloisius Ratzinger, 2005-2013) nos regaló la profundidad de su pensamiento y la humildad de su corazón. Gran teólogo y maestro de la fe, intervino en el Concilio Vaticano II como teólogo experto y asesor de los Padres conciliares, y a lo largo de toda su trayectoria defendió con claridad la verdad del Evangelio en un mundo muchas veces confundido. Su renuncia, un gesto inédito en siglos, fue un acto de amor a la Iglesia, que mostró su confianza en Dios más que en el poder.
El Papa Francisco (Jorge Mario Bergoglio 2013-2025), que ha vivido todo su ministerio sacerdotal después del Concilio Vaticano II (fue ordenado sacerdote en 1969), ha sido un pastor cercano, con el corazón puesto en los pobres y en los que sufren. Su llamada constante a la misericordia, a la fraternidad y a una Iglesia “en salida” ha tocado a creyentes y no creyentes. Ha buscado una Iglesia sencilla, samaritana, más parecida al Evangelio que al poder del mundo.
Damos gracias a Dios por estos tres sucesores de Pedro, que, cada uno con su personalidad propia, pero en continuidad, han guiado fielmente al Pueblo de Dios. Oremos para que la Iglesia, sostenida por el Espíritu Santo, siga siendo hogar abierto a todos los hombres y signo del amor de Cristo en medio del mundo.