Con estas bellas palabras ilustraba la solemnidad de Todos los Santos el papa emérito Benedicto XVI hace unos años:

Celebramos hoy con gran alegría la fiesta de Todos los Santos. Visitando un jardín botánico, uno se queda estupefacto ante la variedad de plantas y flores, y espontáneamente piensa en la fantasía del Creador que ha hecho de la tierra un jardín maravilloso. Un sentimiento análogo nos invade cuando consideramos el espectáculo de la santidad: el mundo nos parece como un «jardín», donde el Espíritu de Dios ha suscitado con fantasía admirable una multitud de santos y santas, de toda edad y condición social, de toda lengua, pueblo y cultura. Cada uno es distinto del otro, con la singularidad de la propia personalidad humana y del propio carisma espiritual. Todos llevan, sin embargo, impreso el «sello» de Jesús (cfr Ap 7,3), es decir, la impronta de su amor, testimoniado a través de la Cruz. Todos están en el gozo, en una fiesta sin fin, pero, como Jesús, esta meta la han conquistado pasando a través de la fatiga y la prueba (cfr Ap 7,14), afrontando cada uno la propia parte de sacrificio para participar en la gloria de la resurrección.

La solemnidad de hoy nos invita a todos a contemplar las maravillas de este jardín botánico de Dios, a contemplar a nuestros hermanos que hablan con decisión y esperanza a todo el género humano, pues lo sorprendente es que ellos si que han sido lo suficientemente pícaros como para decidirse sin muchas cábalas por la santidad, si más, del todo al Todo. Este mismo jardín lo podemos comparar también con una ciudad, la ciudad de Dios, la perfecta que es la del Cielo, y la imagen, que es la que construyen los cristianos en el mundo. Si por un momento pensamos en las vidas de Santa Teresa, de San Pedro Claver, de la Beata Teresa de Calcuta o de San Juan Bosco podemos observar que ellos por su entrega total a Cristo fueron esparciendo a su alrededor un suave olor, una alegría contagiosa, que a los que vivieron con ellos les permitía creer en que otra vida es posible si nos arriesgamos a contar con Dios. El santo nos dice hoy a cada uno que podemos serlo también nosotros, que el signo clarísimo de la verdad de la religión católica es que en la Iglesia, pese a todo, pueden formarse santos y santas, puede brillar con fuerza la verdad del amor de Dios.

Pero en cambio hoy asistimos a un oscurecimiento de la dignidad de la persona y de las capacidades del hombre. Hoy vemos como cada vez damos menos espacio a aquellos bienes que no se cuantifican con dinero, y en cambio se exalta como lo único importante al dinero: menos impuestos, más autonomía, ningún miramiento con los ladrones de guante blanco… Y en cambio, la hecatombe que supone hoy el aborto provocado en nuestro país le quita el sueño, parece, a pocas personas. Y la claudicación en la defensa del no nacido a la que hace pocas semanas hemos asistido, clama al cielo. El hombre de hoy se aleja de Dios y pretende reconstruir un mundo en ruinas y escaso de confianzas sobre los mismos cimientos que nos han conducido a idolatrar el dinero por culpa de borrar de nuestro vocabulario la palabra Dios. ¿Y Dios, qué nos tiene que decir hoy, qué dicen sus profetas? Pues que dichosos los pobres, porque de ellos es el Reino de los Cielos (cf. Mt 5, 1ss). Dichosos y felices los santos porque ellos son los grandes personajes de la historia y que ahora se ríen de todos nosotros mientras le dan palmaditas en la espalda a Jesucristo. «La victoria es de nuestro Dios, que está sentado en el trono, y del Cordero.» (Ap 7, 10).

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