Al empezar la Cuaresma, la Palabra de Dios nos presenta dos actitudes fundamentales en la vida cristiana: la conversión y la fe. Estamos a punto de entrar en un tiempo que nos ayudará a renovar nuestra vida, a crecer como hijos de Dios y a avanzar en el discipulado de Jesucristo; un tiempo caracterizado por la gracia y la misericordia de Dios. El tiempo cuaresmal, marcado por la penitencia y la austeridad, nos preparará para vivir con gozo la victoria de Jesucristo sobre el poder del pecado y de la muerte, su misterio pascual; al mismo tiempo nos ayudará a descubrir que la austeridad y las privaciones sólo tienen sentido si son expresión de amor, si nos llevan a ser generosos y a compartir con los hermanos necesitados. ¡Hay tantas cosas que Dios pone a nuestro alcance y que podemos compartir y poner al servicio de los demás! dinero, bienes materiales, tiempo, habilidades, actitudes, consuelo, alegría, oración, consejo…
Jesús comienza así su predicación:
Se ha cumplido el tiempo y el Reino de Dios está cerca. Convertíos y creed en el Evangelio.
Cristo se sitúa en la línea de los profetas, que invitaban al pueblo a la conversión, pero no es un profeta más, ya que él, el Hijo de Dios hecho hombre, lleva esta línea hacia la novedad del Evangelio, la Buena Noticia que nos dice que Dios nos ama, que está de nuestra parte y quiere salvarnos, que quiere, en definitiva, que vivamos en comunión con él. Si Dios está de nuestra parte, ¿Por qué entre nosotros, los humanos, reina tanta discordia? ¿Por qué vivimos divididos haciéndonos la guerra unos a otros? El Reino de Dios está cerca, hacia él tenemos que mirar y procurar acercarnos. Si nuestra conversión es sincera, haremos lo posible para que nuestro mundo y la sociedad en que vivimos se parezcan cada día más al Reino de Dios. Pero antes tenemos que ir al desierto con Jesucristo.
Quien ha tenido la oportunidad de andar por el desierto, ha podido hacerse a la idea de la vida dura que comporta ese lugar árido, inhóspido y aparentemente escaso de agua; al mismo tiempo, puede imaginarse lo que representaría para el pueblo de Israel atravesar el desierto. Sin embargo, es un error pensar que el desierto es un lugar pobre de agua; el desierto es rico en agua, pero esta no se halla en la superficie, sino en el fondo de la tierra, y hay que excavar pozos para sacarla. Este hecho nos enseña que la riqueza de nuestra vida no está en una existencia superficial, sino en nuestro interior, y que debemos trabajar para que afloren todas la riquezas que Dios ha depositado en nuestro ser. Vayamos con Jesús al desierto del silencio, seguramente experimentaremos toda clase de tentaciones y nos encontraremos en medio de los animales salvajes de los malos pensamientos, miedos, desánimos, tristezas y angustias, que nos incitarán a tirar la toalla y a dejarlo todo a un lado para correr detrás de una vida cómoda y superficial, de la que acabaremos descubriendo que, verdaderamente, es muy superficial pero nada cómoda; no nos dé miedo pasar por estas incomodidades, porque también tenemos a los ángeles que nos alimentan y animan; más todavía, el mismo Jesucristo se nos da como alimento en su Palabra y en la Eucaristía y está con nosotros para hacer frente a las circunstancias del desierto y salir victoriosos en el combate contra el maligno.