Paradójicamente, hoy tenemos grandes edificios y personalidades pequeñas, autopistas anchas y criterios estrechos. Gastamos más, pero tenemos menos; compramos más, pero disfrutamos menos. Tenemos casas confortables y familias más pequeñas, más comodidades y menos tiempo. Poseemos más grados académicos, pero menos sentido común; mayores conocimientos, pero menor capacidad de discernimiento; somos más expertos, pero tenemos problemas más serios; disponemos de una sanidad mejor, pero de menor bienestar. Bebemos mucho, fumamos demasiado, despilfarramos más, reímos muy poco, conducimos rápidamente, nos enojamos excesivamente, nos despertamos con frecuencia, nos levantamos cansados, leemos poco, vemos mucha televisión y oramos de tarde en tarde.
Hemos multiplicado nuestras posesiones, pero nuestros valores se han reducido. Hablamos mucho, amamos poco y odiamos bastante. Hemos aprendido a ganarnos la vida, pero no a vivir. Sumamos años a nuestra vida, no vida a nuestros años. Viajamos y atravesamos el mundo, pero nos cuesta cruzar la calle para conocer a un vecino nuevo. Limpiamos el aire, pero ensuciamos nuestra alma. Recibimos una gran cantidad de información, pero aprendemos poco. Hemos aprendido a apresurarnos, pero no a esperar. Fabricamos ordenadores, teléfonos celulares y tabletas capaces de procesar y difundir una información casi infinita, pero nos comunicamos menos cada vez.
Vivimos en una época de comida rápida y digestión lenta, de seres humanos grandes físicamente y cortos de carácter, de grandes ganancias económicas y de trato humano superficial. Cae el número de bodas y crece el de divorcios; tenemos casas bien equipadas, pero más hogares rotos. Es una época de escaparates llenos y almacenes vacíos.
Procura pasar tiempo con tus seres queridos, porque no siempre estarán contigo. Sé amable con tu hijo pequeño que te admira, pues esa personita crecerá rápido y se irá de casa. Acuérdate de abrazar a quien tienes cerca, porque éste es el único tesoro que puedes dar con tu corazón, sin que te cueste un céntimo. Acuérdate de decir «te quiero», a tu marido, a tu esposa, a tus hijos y a todos tus seres queridos, pero, sobre todo, dilo sinceramente. Un beso y un abrazo pueden reparar una herida antigua cuando se dan de corazón. Date tiempo para amar y conversar, y comparte tus ideas más valiosas.
Y ten siempre presente lo que dice la Sagrada Escritura: «Sigue las inclinaciones de tu corazón y los deseos de tus ojos, pero ten presente que Dios te juzgará por todo lo que hagas» (Eclesiastés 11,9). Si durante tu vida has amado y has sido compasivo, podrás confiar en la bondad de Dios, porque «el juicio será sin misericordia para los que no hayan tenido misericordia, mientras que los misericordiosos estarán tranquilos en el juicio» (Santiago 2,13).