El cuerpo tiene muchos miembros, no uno solo. Si el pie dijera: «No soy mano, luego no formo parte del cuerpo», ¿dejaría por eso de ser parte del cuerpo? Si el oído dijera: «No soy ojo, luego no formo parte del cuerpo», ¿dejaría por eso de ser parte del cuerpo? Si el cuerpo entero fuera ojo, ¿cómo oiría? Si el cuerpo entero fuera oído, ¿cómo olería? Pues bien, Dios distribuyó el cuerpo y cada uno de los miembros como él quiso. Si todos fueran un mismo miembro, ¿dónde estaría el cuerpo? Los miembros son muchos, es verdad, pero el cuerpo es uno solo. (1 Co 12, 14-16).

Mañana lunes, con la fiesta de la conversión de San Pablo, finalizará la semana de oración por la unidad de los cristianos. Así que nos podríamos hacer algunas preguntas para entender mejor el motivo de esta oración que ocupa estos días a todos los cristianos que desean orar. La Iglesia ante todo es una, y sólo puede ser una, si no, no habría un solo Cristo sino varios. La Iglesia ha sido definida como el Cuerpo Místico de Cristo, él es la cabeza y nosotros los miembros, y las ligazones y articulaciones que mantienen unido (y en movimiento) a este cuerpo son una misma Fe y unos sacramentos iguales que nos configuran como sociedad o cuerpo. La Iglesia está formada por miembros sanos y robustos y por otros atrofiados y secos (como una mano engarrotada), pero además hay miembros, que conservando algo de sangre en su interior, por diferentes causas se han desmembrado del cuerpo. Como podemos observar la realidad es ante todo sobrenatural, y muy en último lugar sociológica. Pues partiendo de esta base, nosotros, estamos llamados a orar incesantemente al Padre con Jesús para que todos sean uno, o como diría san Pablo, para que todos reconozcamos que somos un cuerpo y que no todos somos el mismo miembro. Podemos siempre hacer dos cosas muy valiosas: unirnos más a la cabeza, que es Cristo (en este año de la Misericordia con una autentica confesión, p.e.), y rezar por aquellos que no están del todo unidos al tronco y que ansían la plena verdad.

Cinco veces recibí de los judíos cuarenta azotes menos uno. Tres veces fui azotado con varas; una vez apedreado… Viajes frecuentes; peligros de ríos; peligros de salteadores; peligros de los de mi raza; peligros de los gentiles; peligros en ciudad; peligros en despoblado; peligros por mar; peligros entre falsos hermanos; trabajo y fatiga; noches sin dormir, muchas veces; hambre y sed; muchos días sin comer; frío y desnudez. Y aparte de otras cosas, mi responsabilidad diaria: la preocupación por todas las Iglesias. (2 Co 11, 24- 25.26-28).

Estas palabras de san Pablo nos asombran y nos llenan de recogimiento, más aún si buscamos la causa de ese gran poder llamado perseverancia hasta el final: el encuentro personal con Cristo. Pablo vivía de la fe en el Hijo de Dios, que sabía bien que le había amado y se había entregado por él. Pidámosle al Señor que aprendamos a orar en su Cuerpo vivo, que sepamos mirarlo todo con ojos de fe, y que podamos cada día encontrar a Cristo que se encuentra con nosotros.

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