El relato de las tentaciones que hoy escuchamos en el Evangelio, guarda un estrecho paralelismo con el relato del Bautismo del Señor en el Jordán. Cristo es realmente, como leemos en la carta a los Hebreos, el sumo sacerdote verdadero que sabe compadecerse de sus hermanos los hombres, que es en todo igual a ellos (menos en el pecado) y que desea adentrarse en los desiertos e infiernos del ser humano. Esto es precisamente lo quqe hace el Señor en el Jordán: se esconde, se pone en la fila de los pecadores y se compadece de nosotros recibiendo un bautismo que él no necesita. En el desierto, Cristo también se esconde y quiere abrazar a toda la condición humana, pues se dispone a experimentar nuestras propias tentaciones recorriendo un camino ya transitado por Moisés y por Elías: los cuarenta días de ayuno y soledad que marcan a fuego al que se dispone a comenzar la misión. Hemos de notar que es el Espíritu el que se manifiesta en el Jordán como el que ha ungido a Jesús de Nazaret. Por lo tanto estamos ante una realidad de fe, algo invisible a nuestros ojos pero hecho patente en Cristo: él ha venido con el Espíritu Santo y fuego para enseñarnos a adorar al Padre en espíritu y verdad. Cristo es el Hijo, uno con el Padre, siempre en su seno, pero al mismo tiempo nos enseña la realidad de la oración y de la tentación en el desierto de Judea; no le hace ascos a vivir tan profundamente nuestra condición de hombres. El bautismo, las tentaciones y la oración en Getsemaní son tres momentos de la misma lucha, tres momentos de un continuo movimiento de abajamiento y de compasión, tres momentos de protagonismo absoluto del Espíritu.
Nosotros podemos extraer dos imágenes de este primer domigo de Cuaresma: el desierto y el soplo del Espíritu. Estamos llamados a escuhar la voz de Dios, el soplo del Espíritu que también nos empuja a nosotros a adentrarnos en nuestros propios desiertos interiores y exteriores. La gracia no falla, la Iglesia entera vive estos ejercicios espirituales, y por lo tanto no podemos dudar de que el Señor nos está hablando y trabajando (nos habla al corazón en lo inhóspito del desierto). Hemos de responder a la gracia con humildad, con tiempo, con generosidad. él no defrauda.
Hoy también se nos hace patente, como siempre, una tentación ligada siempre al hombre de fe, a aquel que busca la voluntad de Dios en mitad de los secarrales de la vida. Desgraciadamente hemos de constatar que hoy por hoy, como católicos, no contamos con ninguna representación en nuestros parlamentos e instituciones, nadie nos representa. Todos se han posicionado claramente y hemos de lamentar el gran eclipse de Dios, la ignorancia voluntaria a de la Ley Natural y el escaso interés de muchos católicos de revertir esta situación. Esto supone para nosotros un desierto: no ha de ser una desgracia, podemos sacar de todo ello una gran gracia, hemos de fijarnos en Cristo en el desierto. El mundo hostil que nos rodea quiere panes; quiere que las piedras se conviertan en panes pero no le interesa lo más mínimo que Cristo, aquel que puede saciar nuestra hambre y alimentarnos con la eternidad.