Después de haber celebrado la venida del Espíritu Santo, que da origen al impulso misionero de la Iglesia, y que pone de protagonista a la fe en el Resucitado que reina ya a la derecha del Padre, celebramos este domingo la solemnidad de la Santísima Trinidad. Podemos así contemplar al protagonista de la gran historia de la que hemos sido testigos y beneficiarios, Dios mismo. Al poder celebrar hoy esta fiesta del amor de Dios, somos conscientes de que no se trata sólo de un artículo de la fe, ni de una doctrina que hay que explicar siempre con alguna comparación, sino que la Trinidad no es si no el amor de Dios en acción: Cristo vivo y el Espíritu Santo soplando en los corazones.

Hoy sería el día del Te Deum, el día de elevar una ferviente acción de gracias al Dios de las misericordias, al Dios único y soberano, a la Divina Majestad. Todo comienza, pasa y acaba por la Santísima Trinidad: no tenemos otra. Y por eso hoy estamos alegres, porque alabamos al Señor y porque hemos visto y conocido su gloria, hemos tocado a su Hijo Jesucristo, y somos depositarios de su mismo Espíritu.

A ti, oh Dios, te alabamos, a ti, Señor, te reconocemos. A ti, eterno Padre, te venera toda la creación. Los ángeles todos, los cielos y todas las potestades te honran. Los querubines y serafines te cantan sin cesar: Santo, Santo, Santo es el Señor, Dios de los ejércitos. Los cielos y la tierra están llenos de la majestad de tu gloria. A ti te ensalza el glorioso coro de los apóstoles, la multitud admirable de los profetas, el blanco ejército de los mártires. A ti la Iglesia santa, extendida por toda la tierra, te aclama: Padre de inmensa majestad, Hijo único y verdadero, digno de adoración, Espíritu Santo, defensor. (Te Deum, traducción del latín).

Somos conocedores del nombre de Dios, de su Hijo amado, del Espíritu que le mueve y le hace actuar. Pero muchas veces no somos conscientes de este regalo y de esta responsabilidad. Si Dios es nuestro creador, y es nuestro feliz destino en este valle de lágrimas, parece que en ocasiones actuamos y nos movemos como si la luz que recibimos de lo alto y que nos hace conocer los pasos que da Dios y los tiempos que se toma, no fuera tal (muchas personas se pierden buscando lo correcto, lo que quiere y no quiere Dios). Sólo tres datos espantosos: más de cien mil abortos al año, más de cien mil divorcios al año, y posición privilegiada de España en el ranking de consumo de drogas. Ah no, ¡pero eso no tiene que ver con Dios! Pocas voces se levantan para hacernos ver que esos datos muestran una conducta humana aberrante, y una antropología y visión del hombre alejada de Dios. En la Iglesia, hoy, como en los tiempos de los Apóstoles, el protagonista es el Espíritu Santo, es nuestra única esperanza. Somos sus templos, somos testigos de Jesús resucitado, nos espera la gloria si deseamos hacer la voluntad de Dios que nos propone cada día y nos metemos en la cabeza: «Anda, cuanto tienes véndelo y dáselo a los pobres; luego ven y sígueme.» (Mc 10, 21). Jesucristo y yo mayoría absoluta.

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