La celebración de la Eucaristía es algo esencial en la vida de la Iglesia. «El pan que partimos, «nos dice san Pablo», es comunión con el cuerpo de Cristo; y el cáliz que bendecimos es comunión con la sangre del Señor» (cf. 1 Co 10,16). El gesto de partir el pan da todo el sentido a las palabras de Jesús. Por eso, al decirnos:

Esto es mi cuerpo entregado por vosotros. (Lc 22,19)

nos está diciendo que su cuerpo «su vida entera, todo él» es un «Pan partido para ser repartido y compartido». No es tan sólo un pan que ponemos en la mesa del altar y que moramos con fervorosa contemplación; es pan partido, es sangre derramada, es vida que se da a favor nuestro.

En el discurso en la sinagoga de Cafarnaúm, Jesús:

Yo soy el pan de vida que ha bajado de los cielos. Quien coma de este pan, vivirá para siempre. (Jn 6,51)

y la noche de la santa cena insistió en esta afirmación al decir a los discípulos:

Tomad y comed, porque esto es mi Cuerpo entregado por vosotros; tomad y bebed, porque esta es mi Sangre derramada por vosotros. (cf. Mt 26,26-28; Mc 14,22-24; Lc 22,19-20; 1 Co 11,24-25).

Si Jesús no hubiera dicho estas palabras, ahora todo nos resultaría más cómodo, lo contemplaríamos desde el sillón, aplaudiríamos e incluso estaríamos dispuestos a levantarle un monumento; pero Jesús, al dársenos, quiere que comprometamos nuestra vida con él. Comer el pan partido es hacer nuestra la vida entregada de Jesús; es alimentarnos con su vida para que la nuestra acabe identificándose con la suya, hasta que cada uno de nosotros pueda decir: «Mi vida es también pan partido con Cristo». Así lo manifiesta el mismo Jesús al aseverar:

Quien come mi carne y bebe mi sangre está en mí y yo en él. (Jn 6,56).

Comulgar con el cuerpo y la sangre de Cristo significa creer en él, en todo lo que nos ha enseñado y revelado y asumir el Evangelio como estilo de vida. Tomar formalmente la comunión, pero sin asumir el Evangelio como forma de vida es caer en la hipocresía.

La celebración de la Eucaristía, que nos une a Cristo y nos identifica con él, y la participación en su cuerpo y sangre, no pueden quedarse en actos que hacemos por rutina, ni siquiera pueden convertirse en actos de devoción personal, aunque tenemos que celebrar el memorial del Señor con devoción y fervor grandes. Debemos celebrar la Eucaristía con la importancia y la dignidad merecidas, y que la recepción del sacramento esté acompañada de la preparación que corresponde. A la vez que repetimos el gesto de partir el pan y distribuir el cáliz, se nos insta a repetir y hacer presente en nuestra vida lo que este gesto significa: convertirnos nosotros mismos, con Jesucristo, en vida para los demás, gastándonos y desgastándonos por amor en bien de los hermanos, como también diría el apóstol san Pablo (cf. 2 Co 12,15).