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En el tiempo pascual la liturgia nos ofrece múltiples estímulos para fortalecer nuestra fe en Cristo resucitado. En este III domingo de Pascua, por ejemplo, san Lucas narra cómo los dos discípulos de Emaús, después de haberlo reconocido «al partir el pan», fueron llenos de alegría a Jerusalén para informar a los demás de lo que les había sucedido. Y precisamente mientras estaban hablando, el Señor mismo se apareció mostrando las manos y los pies con los signos de la pasión. Luego, ante el asombro y la incredulidad de los Apóstoles, Jesús les pidió pescado asado y lo comió delante de ellos (cf. Lc 24, 35-43).

En este y en otros relatos se capta una invitación repetida a vencer la incredulidad y a creer en la resurrección de Cristo, porque sus discípulos están llamados a ser testigos precisamente de este acontecimiento extraordinario. La resurrección de Cristo es el dato central del cristianismo, verdad fundamental que es preciso reafirmar con vigor en todos los tiempos, puesto que negarla, como de diversos modos se ha intentado hacer y se sigue haciendo, o transformarla en un acontecimiento puramente espiritual, significa desvirtuar nuestra misma fe. «Si no resucitó Cristo —afirma san Pablo—, es vana nuestra predicación, es vana también vuestra fe» (1 Co 15, 14).” (Benedicto XVI).

Jesucristo el Señor les dice hoy a sus discípulos que son testigos de su resurrección, y que darán este público testimonio por todo el mundo empezando por Jerusalén. Estas palabras suponen un gran cambio en las vidas de los discípulos del Maestro, ya que son escogidos para la misión en base a la evidencia de la resurrección, es decir, a través de un acontecimiento que uno no quiere ni imaginarse, pero que es bien real. Como nos recordaba el papa Benedicto, los relatos del evangelio estimulan nuestra fe para hacernos parar y contemplar este acontecimiento extraordinario. Sólo así seremos testigos, centinelas y apóstoles de que Cristo vive.

La vida de los santos nos recuerda estas acciones divinas que trastocan nuestras vidas para eludir así toda indiferencia y ser de verdad testigos de aquellos hechos que nos retratan a nosotros mismos, pero que nos lanzan a lo imposible de la Gracia:

He traído el cuerpo de nuestra Señora en rigurosa custodia desde Toledo a Granada, pero jurar que es ella misma, cuya belleza tanto me admiraba, no me atrevo. Sí, lo juro (reconocerla), pero juro también no más servir a señor que se me pueda morir.

Estas son palabras de San Francisco de Borja al ver descompuesto el rostro de la reina de España, Isabel de Portugal. Desde entonces tomó la determinada determinación de servir sólo al Señor eterno e incorruptible. A mí, particularmente, me impactó ver la foto de las misioneras de la Caridad que fueron martirizadas en el Yemen. Sus cuerpos sin vida, boca abajo sobre la tierra y los hábitos manchados de sangre me impresionaron. Los santos y los mártires son reales, viven en el siglo XXI y nos recuerdan que Cristo también nos llama a nosotros en occidente a un testimonio con la propia vida, pues Él nos dará la gracia como la han obtenido nuestros hermanos perseguidos. Cristo ha resucitado, así que vivir en la duda ya no es una opción, siempre adelante, pues la Gracia nunca nos faltará.