¿Hay algún pueblo que haya oído, como tú has oído, la voz del Dios vivo, hablando desde el fuego, y haya sobrevivido?; ¿algún Dios intentó jamás venir a buscarse una nación entre las otras por medio de pruebas, signos, prodigios y guerra, con mano fuerte y brazo poderoso, por grandes terrores, como todo lo que el Señor, vuestro Dios, hizo con vosotros en Egipto, ante vuestros ojos? (Dt 4, 33-34).
Si tuviéramos que responderle a Moisés esta pregunta que hizo a su pueblo, tendríamos que responder que sí. Pero aún más, le podríamos asegurar que no sólo hemos escuchado a Dios desde el fuego sino que hemos escuchado hablar al Hijo del Dios vivo, al Verbo de Dios hecho carne en lenguaje de hombres, con palabras y comparaciones humanas. Pero, ¿por qué nos propone la palabra divina esta pregunta en este domingo?
La respuesta es que hoy celebramos el Misterio de la fe en la Santísima Trinidad. Después de haber recibido la fuerza y los dones del Espíritu Santo, hoy no sólo contemplamos desde fuera a Dios, uno y trino, sino que le confesamos con fe viva y le habitamos, tal y como Él habita en nuestros corazones. Así que por la fe que acrisola el Espíritu, nosotros podemos responder que hemos escuchado la voz del Dios vivo y hemos sobrevivido: somos sus testigos. Cristo nos prometió que cuando llegara el Espíritu Santo nos recordaría todo lo que Él nos había dicho de palabra, así que hoy el Espíritu nos sigue recordando las verdades que nos enseñó Cristo y nos guía hasta el conocimiento de la verdad plena. De esta manera, el Maestro nos lleva de la mano hasta el Misterio, hasta el interior de Dios: “la intimidad de Dios mismo, descubriendo que él no es soledad infinita, sino comunión de luz y de amor, vida dada y recibida en un diálogo eterno entre el Padre y el Hijo en el Espíritu Santo, como dice san Agustín, Amante, Amado y Amor.” (Benedicto XVI – 2006). “De modo que, al proclamar nuestra fe en la verdadera y eterna Divinidad, adoramos tres Personas distintas, de única substancia e iguales en su dignidad.” (Prefacio de la Misa).
Esta es nuestra fe, y esta es la luz que nos ilumina, Dios mismo, que se ha fijado en los pequeños hombres y se ha querido revelar. Por todo ello, esta fe en el Dios verdadero que hemos recibido nos ha de hacer recordar que todo, por pequeño que sea, comienza con la Trinidad y desemboca en ella como una acción de gracias. Se trata de ser más conscientes del Espíritu que hemos recibido y del Cuerpo del que formamos parte, el Cuerpo Místico de Cristo que es la Iglesia, todos nosotros. Ante el eclipse de la conciencia de Dios, es decir, ante el olvido y la ignorancia de la presencia de un Dios que nos ha creado y salvado, los católicos debemos dar testimonio de nuestra fe tal y como nos pide el mismo Cristo:
Se me ha dado pleno poder en el cielo y en la tierra. Id y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo.” (Mt 28, 18-20).