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Muy a menudo olvidamos nuestra condición de creatura y queremos convertirnos en dioses. En los oídos de la humanidad resuena el eco de la antigua tentación: «Desobedeced a Dios, comed el fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal y seréis como dioses». A pesar de que todos sus intentos terminan en dolor y fracaso, los hombres creen que la próxima vez lo lograrán. Siempre hay quienes proponen construir una torre tan alta que desafíe a los cielos, aunque acabe en la confusión de Babel.

Cristo viene a ofrecernos la salvación. Dios, que nos ha creado, continúa amando a los hombres a pesar de su tendencia loca a considerarse absolutamente libres y autosuficientes. Su oferta de salvación a través del amor y la verdad respeta la libertad de cada persona. Y el tentador sigue insistiendo: «No necesitáis de ningún Dios para explicar el universo y la vida», dicen algunos llenos de soberbia. La muerte inevitable pone un contrapunto inquietante. La situación del mundo, las crisis, las guerras, las rivalidades, el terrorismo, el hambre, las epidemias y otras calamidades cuestionan esta especie de ateísmo práctico tan ingenuo.

La humanidad ha gastado siglos ensayando fórmulas mágicas que resuelvan todos los problemas, y todas fracasan. Recordemos las últimas: el marxismo, eliminando las clases sociales convertiría el mundo futuro en un paraíso. Millones de personas fueron sacrificadas a esta idea y todo el montaje se fue por los suelos. La mano invisible podía regular las relaciones sociales a través del mercado. El egoísmo de cada uno daría como resultado la prosperidad. Pero el egoísmo es una pasión insaciable que no puede producir amor y solidaridad. La crisis que sufrimos es una buena muestra de los males que comporta el egoísmo. El estado del bienestar en el que tantos han confiado se viene abajo tanto por la crisis económica como por el desequilibrio entre la esperanza de vida y la reducción de la natalidad. Pero todavía hay más: el deseo de decidir sobre el bien y el mal se manifiesta en campañas planetarias para reducir la población por cualquier medio, con la difusión de la ideología de género, que trata de imponer la visión de la sexualidad como una opción individual y un producto cultural, con la incitación al placer sin trabas ni responsabilidades. La política educativa pretende borrar la influencia de la familia o de la religión y realizar una ingeniería social en la que los gobiernos decidan sobre el bien y el mal, sobre lo justo y lo injusto. Todo ello aderezado con una verbosidad eufemística: abortar no es matar a un inocente, sino el ejercicio de un extraño derecho de la mujer; la sexualidad no ha de ser guiada por la voluntad, sino ejercitada sin obstáculos ya desde la infancia. La familia no es una unidad de padre, madre e hijos, sino una forma de convivencia más entre otras, fluidas y cambiantes. La ecología se convierte en argumento para modificar conductas…, y mil cosas más.

El Evangelio nos enseña que la única fuerza capaz de orientar el desarrollo de los pueblos y de las personas es el amor en la verdad, un amor exigente y comprometido que se preocupa del bien de los que ama, y la verdad que reconoce que somos creaturas, dotadas por Dios de razón y conciencia. Dios quiere nuestro bien, que consiste en amarlo a Él y amarnos entre nosotros.