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Hoy cerramos el ciclo litúrgico con la celebración de Cristo Rey, solemnidad que sirve de bisagra entre el final del presente ciclo, al que pone el broche, y el nuevo que iniciaremos el próximo domingo. La clave de esta celebración se encuentra en la comprensión que tengamos del título de Rey, pues ella marcará nuestra perspectiva y balance de lo vivido como cristianos a lo largo del año anterior y también nuestras expectativas con respecto al futuro que se abre. Termina el año litúrgico, el ciclo del evangelio de Lucas, y la Iglesia dedica el final a Jesucristo, ya que en Él convergen todas las causas justas del mundo. Es una fiesta ha ido perfilándose poco a poco como lo más adecuado para cerrar el tiempo litúrgico de la Iglesia.

Jesús no es un Mesías triunfalista («a otros ha salvado; que se salve a sí mismo si es el Mesías de Dios, el Elegido»); vemos en Él la aceptación del mesianismo del Siervo sufriente, mostrándonos a Jesús –al Justo– en el suplicio, la aceptación de un reinado mesiánico que no se corresponde con este mundo: «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino…

Te lo aseguro: hoy estarás conmigo en el paraíso». Esta alusión explicita del reino como el “paraíso”, nos evoca dos ideas. En primer lugar, nos evoca y alude a la escatología, al final de los tiempos, que inaugura Jesús, en cuanto Él es aquel Mesías esperado al final de los tiempos para traer su reino; en efecto, el cristianismo interpretará como inauguración de los nuevos tiempos la muerte del Justo: al principio, de forma inminente, posteriormente, lo hará como espera de la segunda venida de Jesús como Rey y Señor, como Juez de la Creación; en este sentido, se abre el periodo de Adviento. Siguiendo esta línea, la segunda evocación, estrechamente unida a la anterior, es la de la Nueva Creación: todas las cosas son recreadas en Jesucristo (cf. 2Cor 5,17) y llevadas a su plenitud. Es, pues, un nuevo Génesis que completa el día séptimo de la creación.

Por encima de las catástrofes y de la destrucción, aparece en el horizonte nuestro Señor Jesucristo, un rey sin poder, sin reino, entendido éste como espacio o nación donde reinar. Jesús, en este momento nuevo de nacionalismos, pretende que todos los hombres sean hermanos, que los pueblos no tengan fronteras. Su reinado solamente se puede celebrar y entender desde la solidaridad más universal.