En el Año Santo de la Misericordia es muy apropiado hablar de la Penitencia, ya que el anuncio del Evangelio de la Gracia y la Misericordia de Dios es una llamada a la conversión. No me centraré ahora tanto en la vertiente de la penitencia como sacramento, del que debemos remarcar también su importancia en la vida del cristiano, como en la dimensión que tiene la penitencia de actitud de búsqueda y reconciliación con Dios, e conversión, de cambio de vida y también de práctica ascética. La alegría que nos trae el Evangelio no excluye a la penitencia. San Francisco de Asís, que es un modelo de alegría evangélica para todos los tiempos, fundó su orden como una comunidad de personas dedicadas a la penitencia, y eso lo quiso tanto para los frailes, como para las monjas y los laicos terciarios, porque corresponde a la llamada de Jesús al inicio de su ministerio público: «Se ha cumplido el tiempo y el Reino de Dios está cerca. Convertíos y creed en el Evangelio» (Mc 1,15). Por otra parte, estamos ya muy metidos en la Cuaresma, tiempo fuerte de penitencia en la vida y la espiritualidad de toda la Iglesia.
En el camino penitencial encontramos a la Bienaventurada Virgen María, no porque ella haya sido penitente o hubiera necesitado de conversión, sino porque nos acompaña y nos consuela en las tribulaciones. La Virgen María, que no necesitó nunca hacer penitencia para ella misma, ya que estaba exenta de pecado, nos acompaña en el camino y nos anima a ser fieles discípulos de su Hijo. De ella podemos recordar dos enseñanzas que se materializaron en dos frases recogidas por los evangelios y en la actitud y la práctica de toda su vida: «He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38) y «Haced lo que él os diga» (Jn 2,5). Si obramos como ella y seguimos su consejo, entonces iremos por el buen camino y nuestro seguimiento de Jesucristo será auténtico.
Gracias a que ella nos acompaña y nunca nos abandona, la Virgen María se convierte en nuestro refugio y consuelo. En la Letanía del Rosario la saludamos como «Refugio de los pecadores», «Consuelo de los afligidos» y «Auxilio de los cristianos». Podemos decir que ésta es la base para verla también como «Consuelo de los penitentes», ya que mientras caminamos en esta vida todos nos tenemos que convertir y necesitamos hacer penitencia en mayor o menor grado, una penitencia que nos ayude a llegar a ser puros como ella lo es ante la mirada de Dios. Agradezcamos, pues, a Jesucristo, que en la gran familia de los hijos de Dios, él haya querido darnos a su Madre como Madre nuestra, porque en momentos difíciles o de tristeza, en los momentos más duros de nuestra vida, ella estará a nuestro lado para confortarnos y sostenernos en nuestra fe.