Queridos hermanos: Después de habernos preparado desde el principio de la Cuaresma con nuestra penitencia y nuestras obras de caridad, hoy nos reunimos para iniciar, unidos con toda la Iglesia, la celebración anual de los misterios de la pasión y resurrección de nuestro Señor Jesucristo, misterios que empezaron con la entrada de Jesús en Jerusalén. Acompañemos con fe y devoción a nuestro salvador en su entrada triunfal a la ciudad santa, para que, participando ahora de su cruz, podamos participar un día, de su gloriosa resurrección y de su vida.
Estas son las palabras con las que se inicia la procesión del Domingo de Ramos, la celebración de la entrada en Jerusalén de Nuestro Señor, Jesús.
Podemos hacer un pequeño ejercicio de memoria para situarnos ante Cristo, y para disponernos mejor. El pasado, nuestra memoria: nos lleva a recordar este tiempo de Cuaresma que hemos vivido (penitencia y obras de caridad) y que más allá de cómo estemos hoy, ha sido un momento de gracia, un regalo de la generosidad de Dios que quiere que el pecador se convierta y viva:
¿Acaso quiero yo la muerte del malvado -oráculo del Señor-, y no que se convierta de su conducta y que viva? (Ez 18, 23).
El presente, este momento: nos lleva a las puertas de la ciudad de Jerusalén, a aquel escenario en el que nosotros salimos al encuentro de Cristo que llega, y bendecimos los pies del que viene en nombre de Dios:
¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la paz, que trae buenas nuevas, que anuncia salvación, que dice a Sión: «Ya reina tu Dios! (Is 52, 7).
Se da en nosotros un acto de fe, reconocemos a lo lejos a Jesús que viene y le confesamos como nuestro Salvador (le acompañamos con fe y devoción). Este acto de fe y de amor por el Señor que viene resume nuestro presente. El futuro, nuestra esperanza: está enraizado en nuestra memoria, pues hacemos memoria del camino cuaresmal, de la paciencia de Dios, de aquel Via Crucis rezado y contemplado que nos conmovió. Sólo cuando hacemos verdadera memoria de las acciones de Dios en nuestra vida nos abrimos a la esperanza, nos adentramos en el futuro. Y este futuro inmediato es la muerte en la cruz de Cristo y su resurrección gloriosa; podemos esperar entonces esa nueva vida, ese cambio en nuestra vida guiado no por mí sino por la sabiduría de Dios (participar un día de su gloriosa resurrección y de su vida).
Mi Señor me ha dado una lengua de iniciado, para saber decir al abatido una palabra de aliento. (Is 50, 47).
Esta frase de la primera lectura nos recuerda algo importante. En estos días podemos hacer dos cosas para escuchar a Cristo y no ser distraídos por el mundo: fijar nuestra mirada en el Señor que sufre por mí, y escuchar precisamente esa palabra de aliento que Cristo tiene reservada para mí en lo más hondo de su sagrado corazón. El Señor sufre, el Señor nos habla. Queremos callar para poderle mirar y poder ser conmovidos por su amor, y queremos también guardar ese silencio atento que sabe seguro que obtendrá la palabra oportuna para ser alentados.
Pasado, presente y futuro, es el camino de Cristo y es nuestro camino, también nuestra propia historia. Así que busquemos ese diálogo a veces mudo con el Señor para poder llegar a la Vigilia Pascual y renacer por la fe y por las buenas obras, obras que el mundo no puede hacer ni comprar, es el camino de la Pascua.