En el domingo que cierra el año litúrgico contemplamos a Jesucristo como rey del Universo. En el Credo decimos: «Volverá con gloria para juzgar a vivos y muertos y su reino no tendrá fin». La historia humana experimenta cambios continuamente: aparecen naciones y estados nuevos y desaparecen otros, surgen nuevas ideologías y se hunden otras, lo hemos visto a lo largo del siglo XX y lo continuaremos viendo durante el siglo en curso, pero, en medio de tantas vicisitudes, Jesucristo reinará siempre. En todas las épocas, el Reino de Dios tendrá ciudadanos que darán testimonio del Evangelio de la salvación a los hombres y mujeres de cada generación.
La vida terrenal de Jesucristo se consagró a la predicación del Reino de Dios con obras y palabras, éste es el núcleo de todo el Evangelio. En aquella época, Palestina estaba sometida al Imperio Romano. Desde entonces han cambiado muchas cosas, una de ellas es que la monarquía ya no es hoy la forma habitual de gobierno en la mayor parte de las naciones del mundo; hay pocos reyes cuya autoridad, muy cuestionada por otra parte hoy en día, ya no es comparable a la de los reyes de la antigüedad. Sin embargo, hoy, como ayer, bajo una forma de gobierno u otra, hay todavía muchas situaciones de injusticia esclavizadoras y los hombres se encuentran sometidos a duras servidumbres. Cuando Jesús responde a Pilato que «su Reino no es de este mundo», no quiere decir que se encuentra fuera del planeta, en la esfera del más allá, sino que se trata de un «reino diferente a los reinos de este mundo», en el que la ley fundamental es el amor, y la autoridad se ejerce como un servicio; donde no hay súbditos o ciudadanos de primera y segunda categoría, sino hermanos, hijos de un mismo Padre. Por ello, el Reino de Dios ya está presente en este mundo en todas las personas que aceptan vivir como Jesucristo nos ha enseñado.
La Palabra de Dios, en la primera y la segunda lectura, ha remarcado el hecho de que su Reino no es de este mundo, y en el Evangelio, Jesús nos ha mostrado en qué consiste este Reino y cuál es su condición real, proclamada ante Pilato. En un momento como éste, no hay peligro de confusión ni de malas interpretaciones: nadie podrá ver en Jesús, que se prepara para morir, un hombre ambicioso, ni un rival peligroso. Pero nosotros sí podremos contemplar en Él un hombre fiel a la voluntad de Dios hasta las últimas consecuencias. Si antes hemos dicho que el objeto de la predicación de Jesús era el Reino de Dios, ahora el Divino Maestro declara ante Pilato que su misión ha sido la de dar testimonio de la Verdad. Por ello, el Reino de Dios está fundado sobre la roca de la Verdad, que es el mismo Cristo. La verdad que Jesús proclama es que Dios nos llama a la vida, a participar de su amor en plena libertad. Por eso, Jesús no dice: «Mi Reino no está en este mundo», sino que lo que afirma es: «Mi Reino no es de este mundo», es decir, no tiene su origen en este mundo ni forma parte de la manera de entender el poder en la tierra, pero sí quiere estar, hacerse presente avanzar y crecer en este mundo para mostrar su plenitud al final de los tiempos.
¿Qué supone para nosotros el Reino de Dios? Nos pide estar en este mundo, pero no ser de este mundo, nos pide conversión, cambio de mentalidad y de criterios, y nos pide agradecer a Dios el don de hacernos hijos suyos gracias a la muerte y resurrección de su Hijo y ser testigos de la Verdad a través de la cual Jesucristo instaura su Reino: un Reino que sobrepasa todas las fronteras de tiempo y espacio y en el que estamos llamados a vivir en fraternidad universal.