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Al terminar el ciclo litúrgico B la liturgia de la Iglesia no puede ofrecernos un mejor tema que el de la esperanza. Daniel, mirando esperanzadamente hacia el futuro, profetizará: «Entonces se salvará tu pueblo, todos los inscritos en el libro». En el discurso escatológico, Jesús ve el cumplimiento de las profecías del Antiguo Testamento: «El Hijo del hombre… reunirá de los cuatro vientos a los elegidos, desde el extremo de la tierra hasta el extremo del cielo». El autor de la carta a los Hebreos contempla a Cristo sentado a la derecha de Dios, esperando hasta que sus enemigos sean puestos como estrado de sus pies.

Es un tópico decir que el hombre vive de esperanza. Y es verdad. El niño espera hacerse grande o tener una motocicleta. El estudiante espera aprobar los exámenes. Los recién casados esperan tener un hijo. El desocupado espera encontrar un trabajo. El encarcelado espera dejar cuanto antes la cárcel. El comerciante que acaba de montar un negocio espera que le vaya bien… Esperanzas, esperanzas, esperanzas. Todas buenas, legítimas, incluso necesarias. Pero al fin y al cabo esperanzas pequeñas, esperanzas de calderilla. Esperanzas unidas a un bien que no tenemos y que deseamos poseer. Esperanzas que nos remiten a la Esperanza, con mayúscula, en singular, que nos remonta desde las circunstancias mismas de la vida diaria y corriente hasta Dios Nuestro Señor.

Esperanzas que no siempre son satisfechas, que nos pueden engañar y desilusionar, que en su poquedad y labilidad nos hacen pensar en aquella Esperanza que no engaña, que mantiene despierta siempre la ilusión y que goza de inamovible firmeza y de absoluta garantía. La Esperanza con mayúscula no es fruto de nuestro esfuerzo ni de nuestros ardientes deseos, sino gracia y carisma del Espíritu, virtud teologal que tiene por anhelo al mismo Dios y la unión definitiva y perfecta con Él.

Es ésta la esperanza que nos da acceso a la plenitud y a la realización de nuestro ser personal desde Dios, en Dios y con Dios. Es la Esperanza que todos debemos tener, que a todos desea.

La suerte final de cada hombre está envuelta en el misterio más absoluto (sabemos solamente que están en el cielo los santos canonizados), pero un final como el del evangelio de hoy infunde un gran consuelo y una extraordinaria confianza en el poder y en la misericordia de Dios. Porque hemos de saber que no sólo estamos en espera en este mundo, sino que somos esperados en el otro primeramente por Dios, pero luego por la santísima Virgen María, por los santos, por nuestros familiares, por todos nuestros seres queridos.

Todos los que nos esperan están interesados en que nuestra vida termine bien, en que la historia de la humanidad y del universo culmine con gozosa felicidad solemne y general. Para eso Cristo, nuestro Sumo Sacerdote, murió en una cruz y ahora, entronizado junto a su Padre, nos espera para darnos el abrazo de la comunión definitiva y perfecta.

Nos lo dará, hermanos y hermanas, si nos dejamos santificar por Él, es decir, si permitimos que haga fructificar los frutos de su redención en nosotros.