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Hoy iniciamos el período del Adviento y, con él, comenzamos también otro año litúrgico. Todo inicio trae siempre a nuestro corazón una nueva esperanza. Pero no sólo. Adviento es también el tiempo de la «espera» por antonomasia: la espera del Mesías, del nacimiento de Cristo en la Navidad. Éste es uno de los mensajes más fuertes de este período: la esperanza de tiempos mejores. Es éste uno de los anhelos más profundos del espíritu humano.

El profeta Jeremías nos habla así en la primera lectura:

Mirad que llegan días -oráculo del Señor- en que cumpliré la promesa que hice a la casa de Israel: suscitaré un vástago legítimo, que hará justicia y derecho en la tierra. En aquellos días se salvará Jerusalén y sus hijos vivirán en paz.

¿Qué mejor noticia que ésta podía recibir un pueblo desolado, después de la destrucción de Jerusalén y la deportación a Babilonia? Esperaban al Mesías, que traería la paz, la justicia, el derecho, la salvación.

Y el Evangelio se coloca en esta misma perspectiva:

Entonces verán al Hijo del hombre venir en una nube, con gran poder y majestad. Cuando empiece a suceder esto, levantaos, alzad la cabeza: se acerca vuestra liberación.

Es verdad que el lenguaje que usa nuestro Señor es el apocalíptico. Pero está enmarcado en un contexto de esperanza y de salvación. Cristo habla de su retorno glorioso al final de los tiempos, sí; pero la esperanza es también para el «hoy» de nuestra vida presente.

El refrán popular nos enseña con gran sabiduría que «la esperanza es lo último que se pierde». El filósofo griego Tales de Mileto ya lo había intuido seis siglos antes de Cristo: «La esperanza -decía- es el único bien común dado a todos los hombres; los que todo lo han perdido aún la poseen». Y cuando ésta llega a faltar, ese día nos morimos realmente. Por eso existen tantos hombres hoy en día que son como cadáveres ambulantes: porque han perdido la esperanza.

La esperanza es una necesidad vital en el ser humano. Es como el oxígeno o el pan de cada día. Es más, el hombre, en su realidad existencial más profunda, no es sino capacidad de esperar, de proyectarse hacia el futuro, de «trascenderse».

Y todos en la vida tenemos horas oscuras, tristes y amargas. La esperanza no es un fácil idealismo o el sueño utópico de personas románticas que ven todo de color de rosa. Para esperar se necesita mucha fortaleza, mucho valor y un gran temple porque el que espera es dueño de sí mismo, a pesar de todas las dificultades; y, sobre todo, pone en manos de Dios el timón de la propia existencia. Pero no olvidemos –como dice la canción sevillana– que «por más oscura que sea la noche, siempre amanece, siempre amanece; en el rosal mueren las rosas, pero florecen, florecen«». ¡Cuánta sabiduría en estas palabras!

Así pues, si esperar es vivir, tratemos de decir también nosotros, sobre todo en esos momentos duros y difíciles de la vida, en las horas de tempestad, de soledad y de aparente fracaso: «¡Quiero esperar! ¡Quiero aprender a esperar! ¡Señor, enséñame a esperar!», y entonces recuperaremos el aliento y la fuerza para seguir adelante.

El adviento, el tiempo de la espera mesiánica, nos da esta enseñanza, alimenta en nuestra alma la esperanza cristiana.