Quien quiera venir en pos de mí… tome su cruz y sígame. (Mc 8,34).
La leyenda, que se ha entretejido en torno al hecho de la exaltación de la santa cruz, presenta la exigencia de esta frase en una imagen extraordinariamente plástica. El emperador Heraclio, que había logrado arrebatar de nuevo la cruz a los persas, la lleva él mismo en procesión triunfal, adornado con las insignias del poder mundano, hacia el monte Gólgota. Habiendo llegado a la puerta de la ciudad, de repente se ve imposibilitado de dar un paso más. El obispo Zacarías de Jerusalén le explica por qué no puede seguir, diciéndole: «advierte, oh emperador, que tú, con este ornato triunfal, imitas muy poco, al llevar la cruz, la pobreza y la humillación de Jesucristo». Entonces el emperador se despoja de sus lujosos ropajes y, vestido con ropas «plebeyas», puede llevar la cruz hasta el final. (Joseph Ratzinger » «El rostro de Dios»). El Evangelio de este domingo es claro, el Mesías que confesamos, junto con Pedro y toda la Iglesia, es el que será entregado en manos de lo hombres y ejecutado, y sólo si descubrimos el misterio de la Cruz podremos convertirnos en verdaderos cristianos y ser así fecundos, recuperar nuestra vida, pues la habremos perdido por Cristo y por su Evangelio. Vemos así que la fe no es sólo una declaración, es un Misterio, al que hemos de adherirnos con las palabras, pero también con los hechos, y es ante todo un don.
¿De qué le sirve a uno, hermanos míos, decir que tiene fe, si no tiene obras? ¿Es que esa fe lo podrá salvar? (St 2, 14).
¿Cuál es la fe que salva al hombre? ¿Qué es lo que hemos de hacer (no sólo decir) para ser justos y poder salvar nuestra vida, a veces mediocre, a veces llena de esperanza? Cómo nos enseña la Iglesia en el Catecismo, ante el Dios que nos habla y que se revela el hombre ha de responder con la obediencia de la fe, fruto de la verdad de sus promesas. Y también el Concilio de Trento nos recuerda que lo que justifica al hombre ante Dios son la fe y las obras, y no la sola fe, como dijo Lutero. La reducción de la fe por parte de Lutero quedó plasmada al intentar él eliminar algunos libros del Nuevo Testamento, considerándolos como no canónicos (entre ellos la carta de Santiago), suplantando así el juicio de la Iglesia iluminada por el Espíritu a la hora de decir que libros pertenecen a la Revelación y que libros no.
El que pretende seguir a Cristo debe arrojar, de una u otra manera, el lastre. Durante algún tiempo puede la vida cristiana desarrollarse en la mejor armonía con el mundo, sin desgarramientos ni problemas. Pero cada generación y cada individuo llega alguna vez a un límite, donde esto no puede darse ya. Todos llegan a una situación, en la que hay que decidir, en la que hay que realizar una ruptura, aparecer como cómico o tomar el camino de la cruz. (Joseph Ratzinger » «El rostro de Dios»).
Ante los diferentes compromisos electorales recientes, todo católico ha de recordar que no todas las opciones son legítimas. Hemos presenciado una flagrante claudicación de muchos ante la defensa del verdadero matrimonio y ante la defensa del no nacido como ser humano. ¿Iremos a votar tan campantes entrando en el juego del partidismo, o seremos hombres de principios? Son tiempos recios, un verdadero católico no puede votar a según que partidos.