Jesús le dijo: «¿Qué quieres que haga por ti?» El ciego le contestó: «Maestro, que pueda ver.» Jesús le dijo: «Anda, tu fe te ha curado.» Y al momento recobró la vista y lo seguía por el camino. (Mc 10, 51-52). Vemos, en el pasaje del Evangelio, como Cristo se encuentra ya de camino hacia Jerusalén para consumar su bautismo de sangre en la Última Cena y en la Cruz. La peregrinación de Jesús hacia Jerusalén con sus discípulos y con los Doce, significa el fin definitivo del exilio del Israel disperso. Recordemos que durante largos años el pueblo de Israel fue esclavizado y exiliado en Babilonia. Cristo es el que atraerá a todos hacia él alrededor del nuevo Templo, no del antiguo Templo de Jerusalén que será destruido totalmente en el año 70 d. C. por los romanos. Cristo congrega así al nuevo Israel en torno no a la presencia de Dios en las Tablas de la Ley, sino en torno a su cuerpo vivo de Hijo de Dios, para ser nosotros hijos en espíritu y en verdad.
Así que recordando que nosotros también vamos en peregrinación, en camino, queremos hacer un alto en este sendero y fijarnos en las condiciones necesarias para seguir al Divino Maestro en su camino de amor y de restauración hacia Jerusalén, el lugar santo. Nosotros, como el ciego de Jericó, Bartimeo, todavía no vemos claramente, así que necesitamos ser recogidos por los brazos de Cristo, que pasa por los rincones en los que estamos postrados y rodeados de oscuridad. No podemos incorporarnos y caminar sin antes escuchar, sin antes creer y pedir al médico el remedio saludable de la Fe en él, en Cristo Jesús.
Todo nuestro esfuerzo, hermanos, en esta vida ha de consistir en sanar el ojo del corazón con que ver a Dios. Con esta finalidad se celebran los sacrosantos misterios; con esta finalidad se predica la palabra de Dios; a esto van dirigidas las exhortaciones morales de la Iglesia, es decir, las que miran a corregir las costumbres, a enmendar las apetencias de la carne, a renunciar a este mundo, no sólo de palabra, sino también con un cambio de vida; a esta finalidad va encaminado todo el actuar de las Escrituras divinas y santas, para que se purifique nuestro interior de lo que impide la contemplación de Dios. (San Agustín, sermón 88 nº 5).
«Es lo mismo que profetizó Jeremías, en los magníficos oráculos denominados «Libro de la consolación», del que está tomada la primera lectura de hoy. Es un anuncio de esperanza para el pueblo de Israel, postrado por la invasión del ejército de Nabucodonosor, por la devastación de Jerusalén y del Templo, y por la deportación a Babilonia. Un mensaje de alegría para el «resto» de los hijos de Jacob, que anuncia un futuro para ellos, porque el Señor los volverá a conducir a su tierra, a través de un camino recto y fácil. Las personas necesitadas de apoyo, como el ciego y el cojo, la mujer embarazada y la parturienta, experimentarán la fuerza y la ternura del Señor: él es un padre para Israel, dispuesto a cuidar de él como su primogénito.» (Benedicto XVI » 25/10/09).
Muchos bautizados viven hoy exiliados, lejos del Reino de Dios prometido, hostigados por diferentes fuerzas que les impiden vivir la fe en familia, escuchar la Palabra de Dios o recibir una catequesis básica. Las tinieblas, son hoy (como siempre) muy densas y sus espectrales sombras confunden a muchos jóvenes, esclavos de estímulos visuales, incapaces de vivir sanamente en familia, desconfiados de todo y de todos por haber crecido con la ley del más fuerte. Cristo pasa por nuestro lado y nos pregunta: ¿Qué quieres que haga por ti? Muchos no sabrán responder a la pregunta, así que hemos de ser nosotros los buenos samaritanos que hoy han de entrar en dos ámbitos importantes: las familias y la juventud.