La Solemnidad de Todos los Santos nos lleva a pensar en la gloria celestial. El «cielo» es el encuentro definitivo con Cristo resucitado. «Cielo» significa participar en esta forma existencial de Cristo «estar sentado a la derecha del Padre» y, en consecuencia, significa también plenitud para nosotros de la obra que Dios empezó en el Bautismo. Y como el encuentro con Cristo resucitado es encuentro con quienes están con él, el «cielo» es también la gran realidad de la comunión de los santos en toda su plenitud.
El Bautismo y la Confirmación nos han situado ya en la comunión con Cristo resucitado, dentro de la comunión de los santos; ya hemos sido marcados con el don del Espíritu Santo. El resto de la vida es «tribulación», búsqueda del rostro del Señor, esperanza, pobreza y persecución… Sin embargo, todo eso lo vivimos en Cristo y en la Iglesia como forja de la plena realización gloriosa.
Con estas consideraciones, los cristianos debemos vivir la santidad que nos corresponde alimentando constantemente la comunión con Cristo y con la Iglesia, que de hecho es una sola comunión. Al mismo tiempo, mientras peregrinamos en la tierra, debemos destacar que nuestra condición no es todavía la misma que la de los santos que ya gozan de la visión de Dios y, por ello, no podemos decir sin más que ya «estamos en el cielo».
En la Misa de la festividad de Todos los Santos pedimos a Dios que «realizando nuestra santidad por la plenitud de tu amor, pasemos de esta mesa de la Iglesia peregrina al banquete del Reino de los cielos». De hecho, no andamos solos por este camino, la Iglesia triunfante de los santos auxilia a la Iglesia peregrina, por eso también pedimos a Dios en la Misa que «sintamos interceder por nuestra salvación a todos aquellos que ya gozan de la gloria de la inmortalidad», esto debe ayudarnos a valorar la intercesión de los santos. Unos determinados abusos que se hayan podido dar en la religiosidad popular sobre la intercesión de los santos, hasta extremos que rozan el ridículo, no deben hacernos olvidar que ellos son «los mejores hijos de la Iglesia» y que en ellos encontramos «ejemplo y ayuda para nuestra debilidad», tal como reza el prefacio de la Misa. La originalidad de cada cristiano, el camino exclusivamente propio de su fidelidad al Evangelio, la peculiaridad de las tribulaciones de cada uno, hace que los santos no sean algo nebuloso y abstracto, sino que muestren historias muy concretas que nos hacen más cercanos y semejantes en esta comunión que nos une como hijos de Dios. Son sus experiencias en el camino las que nos ayudan a orar con ellos al Señor.