“Cuando os digo de imitar al apóstol Pablo, no es que os diga: Resucitad a los muertos, curad a los leprosos. Sino que os digo lo mejor: tened caridad. Tened el mismo amor que animaba a san Pablo, porque esta virtud es muy superior al poder de hacer milagros. Allí donde hay caridad, el Hijo de Dios reina con su Padre y el Espíritu Santo. Él mismo lo ha dicho: «Donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos». Amar es encontrarse unidos, es el carácter de una amistad tan fuerte como real. Me diréis: ¿Es que hay gente tan miserable como para no desear tener a Cristo en medio de ellos? Sí, nosotros mismos, hijos míos; le echamos de entre nosotros cuando luchamos los unos contra los otros. Me diréis: ¿Qué dices? ¿No ves cómo estamos reunidos en su nombre, todos dentro las mismas paredes, en el recinto de la misma iglesia, atentos a la voz de nuestro pastor? No hay la más pequeña disensión en la unidad de nuestros cánticos y plegarias, escuchando juntos a nuestro pastor. ¿Dónde está la discordia?
Sé bien que estamos en el mismo aprisco y bajo el mismo pastor. Y no puedo llorar más amargamente… Porque si en este momento estáis pacíficos y tranquilos, al salir de la iglesia éste critica al otro; uno injuria públicamente a otro, uno se encuentra devorado por la envidia, los celos o la avaricia; el otro medita la venganza, otro la sensualidad, la duplicidad o el fraude. […] Respetad, respetad pues, esta mesa santa de la cual comulgamos todos; respetad a Cristo inmolado por todos; respetad el sacrificio que se ofrece sobre este altar en medio de nosotros.” (San Juan Crisóstomo).
Estas palabras nos explican bien la segunda lectura de San Pablo: tenemos una deuda de amor con Cristo y con los hermanos, pues ¿qué otra cosa querríamos hacer después de vivir el sacrificio de Jesús en el altar por nosotros? Si Cristo no condena, tampoco nosotros, si Cristo sabe hacer nuevas todas las cosas, también nosotros creemos en el poder eficaz de la caridad, del amor (el nuestro, y el de Dios en nosotros). Dios os invita a ser como Él, a que no haya diferencia entre nuestros cánticos y plegarias, y nuestra vida. Deseamos ser como el Señor, coherentes y unificados interiormente: el sacrificio de Cristo por nosotros interpela a vivir así y a pedirlo en la oración.
“Os aseguro, además, que si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, se lo dará mi Padre del cielo. Porque donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos.” (Mt 18, 20).
El poder de la oración es grande. Cristo está en medio de nosotros y quiere que pidamos como él pide al Padre. Dejemos a un lado nuestras propias fuerzas por un momento, y ejercitemos en comunidad nuestros músculos espirituales de la oración, nos llevaremos más de una sorpresa.