Con su testimonio, el Bautista saca del anonimato a Jesús y lo presenta al mundo como el esperado, el que viene a quitar el pecado. Juan ve cumplirse en Jesús la señal y entonces lo proclama «Hijo de Dios». El testimonio de Juan es y ha de ser el testimonio de todo cristiano: confesar públicamente a Jesús. él sigue queriendo hoy que haya quien lo reconozca y lo presente ante el mundo. Juan lo reconoció porque se había preparado y había predicado a los demás la conversión al Evangelio. El hecho que los primeros cristianos, después de la resurrección, cuando ya no albergaban duda alguna sobre la identidad de su Señor, conservaran la opinión que Juan tenía de Cristo, nos muestra la importancia que concedían a todo lo que el Bautista pensaba sobre la misión de Jesús. Fueron las palabras de Juan las que lograron que la gente que lo había ido a oír a él se fijara en Jesús. Juan tuvo el coraje de ser el primero en identificar a Jesús como el vencedor del pecado y la valentía de no silenciar cuanto sabía, sólo porque podría resultar demasiado increíble a los oyentes. Avalado por el Bautista, Jesús pudo empezar a manifestarse entre los hombres.
Pero el Evangelio no quiere recordarnos hoy simplemente el mérito que asistió al Bautista. Pretende, más bien, llamarnos la atención sobre la necesidad del testimonio cristiano para que Jesús pueda ser reconocido. De entre todos los que a él acudieron, Juan identificó a quien él estaba esperando: al Salvador del mundo. Y tuvo el coraje suficiente para decirlo en público. Afirmando la misión de Jesús, Juan puso fin a la suya. Señalando en Jesús al Cordero que quita el pecado, envió hacia Cristo a todos los que habían acudido a verle a él.
Jesús quiso necesitar del Bautista para darse a conocer; la presencia de Dios en el mundo hubiera pasado desapercibida, nadie habría valorado su voluntad de cercanía con los hombres. Como en los días de Juan, Dios quiere necesitar también hoy de hombres que lo testimonien. Sin duda uno de los males de nuestra sociedad y de nuestro corazón es la ausencia de Dios. Donde Dios está ausente, es fácil que nos queramos hacer señores a nosotros mismos; allí donde no se respeta a Dios, es difícil que sea respetada la libertad. Pero nos hemos olvidado de que intentar echar a Dios fuera de nuestra existencia, no la convierte en un paraíso. Esconderse de Dios, negándose a responder ante él, fue el pecado del primer hombre y sigue siendo, por desgracia, la actitud fundamental del hombre de hoy. Y así no logramos más que hacer penoso el trabajo de nuestras manos, más frágil la vida y menos paradisíaca nuestra existencia en la tierra.
Necesitamos para seguir creyendo, para seguir sintiendo la presencia de Dios, de personas a nuestro alrededor que nos identifiquen a Jesús, que nos lo descubran en nuestra vida, que nos lo hagan cercano y creíble, próximo y familiar. Sólo así nacerán de nuevo las ganas de seguirlo y tendremos tiempo para acompañarle y sentirnos atendidos.
El cristiano hoy, como el Bautista ayer, ha de vivir para señalar la presencia de Dios en el mundo, para no permitir que se le ignore o se le arrincone, para no dejar que se le silencie o se le olvide.