Jesús se apareció a los Once y les dijo: Vayan por todo el mundo, anuncien la Buena Noticia a toda la creación. El que crea y se bautice, se salvará. El que no crea, se condenará. Y estos prodigios acompañarán a los que crean: arrojarán a los demonios en mi Nombre y hablarán nuevas lenguas; podrán tomar a las serpientes con sus manos, y si beben un veneno mortal no les hará ningún daño; impondrán las manos sobre los enfermos y los curarán. (Mc 16, 15-18).
Estas palabras del divino Maestro nos hacen captar mejor una realidad muy profunda que profesamos en nuestra Fe: a saber, que Jesús es Dios verdadero y que él se coloca en el centro de la Creación como el pastor que nos llama a descansar en su santo Corazón. Las palabras de Cristo no las dice cualquiera. En el Credo decimos que el Señor Jesús es el Hijo único de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos: Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado, de la misma naturaleza del Padre. Esta gran verdad resuena en las palabras del Maestro citadas más arriba.
Esto nos hace hoy pensar en el testimonio de san Pablo, y en el que podemos dar y vivir nosotros. El Apóstol se encontró con Jesús de camino a la ciudad de Damasco, aquel a quien él perseguía con todas sus fuerzas se presenta como alguien lleno de luz y como alguien celestial. Pero al mismo tiempo Jesús es alguien de la tierra, porqué se deja perseguir y atacar en los creyentes. San Pablo se encuentra directamente con Cristo y su vida cambia por completo; se siente amado por el Señor, perdonado y enviado a anunciar un nombre, el de Cristo, un solo poder sobre la faz de la tierra, el de la Cruz gloriosa. En la vida de san Pablo vemos reflejadas las palabras de Cristo a los once: sólo el bautismo y la fe en Cristo nos podrán salvar. Ese alguien desconocido que es Dios se ha hecho conocido, tiene un nombre propio y un rostro, es Jesús. Y, ojo, no es alguien más, es el único Salvador.
En relación con nuestra vida, podemos preguntarnos: ¿Qué quiere decir esto para nosotros? Quiere decir que tampoco para nosotros el cristianismo es una filosofía nueva o una nueva moral. Sólo somos cristianos si nos encontramos con Cristo. Ciertamente no se nos muestra de esa forma irresistible, luminosa, como hizo con san Pablo para convertirlo en Apóstol de todas las gentes. Pero también nosotros podemos encontrarnos con Cristo en la lectura de la sagrada Escritura, en la oración, en la vida litúrgica de la Iglesia. Podemos tocar el corazón de Cristo y sentir que él toca el nuestro. Sólo en esta relación personal con Cristo, sólo en este encuentro con el Resucitado nos convertimos realmente en cristianos. Así se abre nuestra razón, se abre toda la sabiduría de Cristo y toda la riqueza de la verdad. Por tanto oremos al Señor para que nos ilumine, para que nos conceda en nuestro mundo el encuentro con su presencia y para que así nos dé una fe viva, un corazón abierto, una gran caridad con todos, capaz de renovar el mundo. (Benedicto XVI).