Sé de quien me he fiado y estoy firmemente persuadido de que tiene poder para asegurar hasta el último día, en que vendrá como juez justo, el encargo que me dio. (2 Tim 1, 12; 4, 8).

Con estas palabras del Apóstol San Pablo empieza la Misa que celebra su conversión el 25 de enero, que este año no podremos celebrar litúrgicamente por pasar por delante el Domingo, pero podemos recoger el mensaje de la Palabra de Dios para nuestra instrucción.

Este mensaje que llega hoy hasta nosotros desde Dios y desde su Iglesia universal hace hincapié en la realidad del encuentro con Jesús y en su seguimiento. La Palabra de Dios nos recuerda pues, dos elementos indispensables en nuestra vida cristiana, sin los cuales no nos podemos llamar de verdad cristianos. Todos necesitamos de un encuentro, de un diálogo con Cristo, no podemos creer ni amar a quien no conocemos. Jesús salió al encuentro de Pablo cuando iba a hacer presos a los cristianos de Damasco, y Pablo no pudo mirar a otro lado ante aquella fuerte luz que Jesús vivo desprendía, ni pudo hacer oídos sordos a aquella profunda verdad que le comunicó: «¿por qué me persigues? Yo soy Jesús Nazareno a quien tú persigues». Nosotros también hemos vivido diferentes encuentros con ese Cristo vivo a quien no podemos relegar ni ignorar, pues su luz, su belleza y su verdad nos conmueven; hemos escuchado su voz y hemos creído en él, y como san Pablo, también le hemos perseguido muchas veces, negándonos a cumplir su dulce voluntad. En primer lugar, nuestro bautismo fue un momento intenso de encuentro personal con Cristo, pues él nos adoptó como hijos del Padre eterno y se quedó, ya para siempre a vivir en nuestra alma. Hoy podemos recordar nuestro bautismo para partir de esta verdad de fe: somos hijos de Dios, hemos visto a Cristo por la fe y él, como a Pablo nos ha iluminado con toda su fuerza y claridad para ver nuestras infidelidades y seguirle ya perdonados.

Levántate, sigue hasta Damasco, y allí te dirán lo que tienes que hacer.

Estas son las últimas palabras que Jesús le dirigió a san Pablo en ese encuentro sublime entre el perseguidor y el perseguido, Jesús. Podemos ahora pensar, resiguiendo nuestra historia cristiana particular, en aquellos años en los que siendo niños recibimos la catequesis, y nuestra fe cristiana, mejor o peor, quedó formada y asentada hasta nuestros días. Aunque hoy en día es más evidente la diferencia entre el mundo, con sus soberbias e ídolos, y la vida de la fe, que afirma que somos pecadores y que no podemos hacer el bien en mayúsculas sin la ayuda de la Gracia, también antaño veíamos claras diferencias. Nuestros años de catecismo debieron de ser un choque con lo que el mundo nos ofrecía y nos prometía, pues necesitábamos rezar por más capaces que fuéramos, necesitábamos arrodillarnos por más buenos y formales que fuéramos, necesitábamos escuchar la Palabra de Dios y la Doctrina con fe, pues era Dios quien veladamente nos estaba hablando. Entonces, cuando un niño, o un joven, se encuentra con esta realidad alrededor de su parroquia se pregunta muchas cosas, y si cree en todo ello y desconfía del espíritu del mundo se estará dejando derribar del caballo, como san Pablo y acogerá con gusto las palabras de Jesús: levántate. Levántate y ves hasta tu parroquia, allí te dirán lo que tienes que hacer para salvarte, para mantenerte fiel a Cristo y seguir el Evangelio.

Vivo de la fe en el Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí. (Gal 2, 20).

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