La transfiguración de Jesús y el sacrificio de Isaac son dos episodios bíblicos con mutua y gran relación entre sí, pues ambos están vinculados con el misterio de la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor. El sacrificio de Isaac prefigura el sacrificio de Cristo en la cruz: Dios pone a prueba a Abraham, pero el amor divino por la humanidad sobrepasa la fe del patriarca. Isaac debía ser ofrecido en sacrificio a Dios, pero fue rescatado de la muerte por la fe y la obediencia del padre. Sin embargo, para salvarnos a nosotros, Dios no escatimó a su Hijo. La transfiguración de Jesús anticipa, antes de su muerte, la gloria y la luz de la resurrección. Por su obediencia al Padre, Jesucristo resucitará y será glorificado. Para que sus discípulos no desfallecieran en la fe ante el fracaso de su muerte en la cruz, unos meses antes Jesús anticipó su gloria a sus apóstoles más íntimos. En el camino cuaresmal hacia la Pascua recordamos hoy este episodio. Pedro, Santiago y Juan: veréis abandonado, escarnecido, maltratado, burlado, crucificado y muerto a vuestro maestro, pero no temáis, porque la gloria luminosa que habéis visto en la montaña, la contemplaréis cuando haya resucitado de entre los muertos, porque el Padre celestial así lo declara al decir:
Este es mi hijo amado, escuchadle.
Durante la vida, Dios pone a prueba nuestra fe de muchas maneras. En los casos de Abraham y de Jesús fueron pruebas extremas. Pero habitualmente, en nuestro caso, la prueba se pone de relieve en los detalles y fidelidad cotidianos. Ante las mil pequeñas o grandes dificultades que se nos presentan, nos asalta la tentación del desaliento y nos invade el cansancio y la duda de si merece la pena esforzarse, de si tiene sentido creer y seguir a Cristo renunciando al estilo de vida en boga entre muchos que viven a nuestro alrededor. Entonces es cuando necesitamos experimentar la proximidad de Dios en la oración al Padre, como Jesús en la montaña de la Transfiguración. La gloria viene tras la cruz, pero en nuestra vida ya hay momentos que anticipan la victoria. Quizás habremos visto abandonar a muchos compañeros de viaje, pero nosotros sabemos en quién confiamos y por eso le seguimos. Ciertamente, hemos conocido momentos difíciles; sin embargo, ¡Cuántos momentos de gozo y plenitud nos ha regalado también el Señor!, ya sea después de la crisis o en medio de ella; estos momentos son como un rayo de sol que atraviesa las nubes.
Pedro halló bienestar en la montaña y quería quedarse allí. También nosotros, al conocer la amistad sincera y profunda con el Señor querríamos quedarnos. ¡Permanecer en su intimidad es tan dulce en una vida llena de lucha! Cuando por alguna razón conocemos la placidez, nos querríamos quedar y atrapar definitivamente esos momentos. Pero el mismo Jesús nos dice que debemos bajar de la montaña e ir a Jerusalén. Tenemos bienestar cuando oramos, cuando el Evangelio se convierte en un bálsamo curativo para las heridas de nuestros pecados; pero debemos descender de la montaña y ponernos en medio de la plaza para predicar el Evangelio con obras y palabras y para trabajar por un mundo mas humano, más fraterno y más sensible a los valores de Reino de Dios.