«¿Por qué el Señor Jesús ha llamado a sus discípulos «la sal de la tierra»? (…). Como sabéis, la afirmación de Jesús se inserta en el sermón de la montaña, cuya lectura comenzó el domingo pasado con el texto de las ocho bienaventuranzas: Jesús, rodeado de una gran muchedumbre, está enseñando a sus discípulos (cf. Mt 5, 1), y precisamente a ellos, como de improviso, les dice no que «deben ser», sino que «son» la sal de la tierra. En una palabra, se diría que El, sin excluir obviamente el concepto de deber, designa una condición normal y estable del discipulado: no se es verdadero discípulo suyo, si no se es sal de la tierra. Por otra parte, resulta fácil la interpretación de la imagen: la sal es la sustancia que se usa para dar sabor a las comidas y para preservarlas, además, de la corrupción. El discípulo de Cristo, pues, es sal en la medida en que ofrece realmente a los otros hombres, más aún, a toda la sociedad humana, algo que sirva como un saludable fermento moral, algo que dé sabor y que tonifique. (…) Este fermento sólo puede ser la virtud.» (Benedicto XVI).

Las palabras de Jesús en el evangelio de este domingo bien las podemos concentrar en esta palabra: virtud. Las virtudes son hábitos buenos que Dios infunde en nuestra alma (si son sobrenaturales) y que se podrían comparar a un músculo, pero espiritual. Si no ejercitamos los músculos y articulaciones que Dios ha puesto en nosotros para perseguir el bien y la verdad, entonces fácilmente caemos en los vicios, perdemos de vista a Dios, sumo bien, y nos vamos haciendo nosotros mismos jueces benévolos de nuestra impotencia y fracaso.

Las virtudes son la explicación de la vida cristiana; no las naturales, que se alcanzan con las fuerzas propias del hombre, sino las sobrenaturales, que Dios infunde directamente en nuestras almas. Hoy en día son frecuentes las comparaciones en los medios de comunicación de la Iglesia con, exclusivamente, sus obras asistenciales. Incluso algunos, queriendo defender a la Iglesia hoy, sólo esgrimen motivos cuantitativos en lo que a la asistencia humanitaria se refiere.

La Iglesia como cuerpo místico de Cristo que vive en nosotros, sus miembros, se entiende y se expresa sólo por sus virtudes, por las fuerzas que Dios ha puesto en nuestros corazones y que requieren en nosotros la repetición de la práctica (hábito). No podemos ser luz del mundo ni sal de la tierra sin Fe, Esperanza y Caridad. No son mérito nuestro, sino de Cristo que nos muestra el rostro del Padre (Fe), que nos promete una salvación íntimamente unida al sacrificio (Esperanza) y que nos permite imitar el amor de su Corazón (Caridad/Amor).

Este es el esqueleto de la comunidad de los discípulos de Cristo, la Iglesia, y como dice el papa Benedicto, no tenemos que serlo (mensaje del mundo / moralina), sino que ya lo somos en acto. Mostremos al mundo la luz de Dios con nuestras obras y con mucha esperanza teologal: así lo expresa la Madre Teresa de Calcuta.

Cada uno de nosotros somos un instrumento pobre. Si observas la composición de un aparato eléctrico, encontrarás un ensamblaje de hilos grandes y pequeños, nuevos y gastados, caros y baratos. Si la corriente eléctrica no pasa a través de todo ello, no habrá luz. Estos hilos somos tú y yo. Dios es la corriente. Tenemos poder para dejar pasar la corriente a través de nosotros, dejarnos utilizar por Dios, dejar que se produzca luz en el mundo o bien rehusar ser instrumentos y dejar que las tinieblas se extiendan.

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