Este pasado jueves hemos celebrado el día del trabajador, día que también escogió el papa Pío XII para establecer una nueva memoria litúrgica, la de san José, obrero, para proponer así a todos los obreros y trabajadores del mundo el patronazgo del santo Patriarca de la Iglesia Universal. Una de las realidades que nos hace contemplar esta memoria litúrgica de san José obrero, es que Cristo, el Hijo de Dios, quiso ser tenido por el hijo de un carpintero, de un artesano, es más, él mismo trabajó seguramente con su padre:
¿No es éste el hijo del carpintero? ¿No se llama su madre María, y sus hermanos Jacobo, José, Simón y Judas? (Mt 13, 55).
Es ésta una realidad que nos sorprende y nos permite ver de nuevo, en la sencillez del hogar de Nazaret, la manera de actuar de Dios, su sabiduría y su modo de revelarse a nosotros los hombres. Ya en el Génesis encontramos la ley del trabajo que Dios impone a Adán y a Eva, pero en Nazaret vemos como el mismo Señor de cielo y tierra, Jesús, también se arremanga, también está sujeto al sufrimiento y a la limitación, y así comparte cada una de nuestras vidas de una forma real y profunda. Bajo la mirada y la compañía de Jesús y de José, todos los trabajadores pueden sentirse seguros y amados, acompañados en sus faenas por toda la Sagrada Familia, que también trabajaba. En medio de los sudores del trabajo, podemos elevar así su arduo esfuerzo hacia las alturas de la gloria a Dios, de la acción de gracias al Creador y de la realización personal. Si por José y por Jesús nos sabemos precedidos en lo que al trabajo atañe, podremos mirar al Padre con agradecimiento, podremos reconocer hasta en los rincones más inhóspitos de la vida laboral las oportunidades más grandes de servir al Creador y a los demás, imitando el amor vivo en el corazón de Jesús y de san José. Por ejemplo, la madre Teresa de Calcuta se aventuraba hasta los lugares más inaccesibles de Calcuta para encontrar a los más pobres de entre los pobres, quizás muchos no trabajaban, pero ella les hizo ver el amor del Señor. Aunque siempre buscaba que la dignidad de esas personas fuera reconocida y respetada.
Pero, ahora bien, esto no puede realizarse plenamente si no está presente, esta realidad, en la mente y en el corazón de todos, de todos los que están implicados en la realidad laboral. En resumidas cuentas: si Dios no está presente en las fábricas, en los campos y en los despachos, como el creador de todo lo que existe, de lo que tiene vida y libertad, no será posible un reconocimiento nítido de la certeza de que la fuerza del trabajo está orientada a un bien mayor que cualquier bien material, que cualquier riqueza cuantificable. Como nos ha recordado tantas veces el Magisterio de la Iglesia y el mismo san Juan Pablo II, papa, (que de joven había sido minero) la persona es imagen de Dios, y Dios eterno, es el horizonte cierto hacia el que nos podemos dirigir por el camino que nos marca la creación, la naturaleza y la Revelación.
Pero, ¿es esto posible? ¿Acaso no nos encontramos ante una serie de intentos veladamente ateos de solucionar las desigualdades que son fruto de la crisis, la pobreza extrema, el hambre o las guerras? Pero el error se hace todavía mayor cuando creen que con sus fuerzas y buenas intenciones conseguirán algo.
Nosotros esperábamos que él fuera el futuro liberador de Israel. Y ya ves: hace dos días que sucedió esto. (Lc 24, 19-20).
Pero hemos sido salvados por un Dios que ha trabajado entre los hombres, y que ha sufrido por amor a nosotros, ¿acaso podemos dudar de la integridad de la salvación de Cristo en la vida del hombre?
¿No era necesario que el Mesías padeciera esto para entrar en su gloria? (Lc 24, 26).