Nací en 1962, en el pontificado de Juan XXIII, poco antes de que empezara el Concilio Vaticano II; la mayor parte del tiempo de Seminario y de ministerio presbiteral lo viví durante el largo pontificado de Juan Pablo II. De Juan XXIII, debido a la edad, no recuerdo nada, pero he tenido interés en leer muchas cosas de él; De Juan Pablo II, en cambio, tengo muchos recuerdos, y algunos muy cercanos: el encuentro con sacerdotes y seminaristas en el Seminario de Moncada (Valencia) con ocasión de su primer viaje a España, en 1982, una audiencia general en el Vaticano de la cual tengo fotografías con él, la participación en los rosarios del sábado por la tarde cuando estaba en Roma para hacer el doctorado, los Ángelus de los domingos al mediodía a los cuales pude asistir a menudo desde la Plaza de San Pedro y la audiencia con los participantes en un curso de la Penitenciaria apostólica; estas son las ocasiones que he tenido de verlo de cerca. Me impresiona ver las fotografías que tengo con Juan Pablo II, porque pienso: «Has tenido la oportunidad de conversar con un santo aquí en la tierra y de estrechar su mano.»
Ambos Papas han sido figuras señeras en la historia contemporánea, no sólo de la Iglesia, sino de la humanidad entera. No podríamos entender el siglo XX y el XXI sin las figuras y el legado de Juan XXIII y Juan Pablo II. Podríamos hablar mucho las repercusiones que han tenido sus personalidades, sus enseñanzas y sus testimonios, pero me gustaría fijarme en su gran ejemplo de fe que ha sostenido el carácter gigantesco de ambos Pontífices, porque, por encima de todo, Juan XXIII y Juan Pablo II han sido cristianos muy identificados con el Señor, sacerdotes de los misterios de Jesucristo y pastores óptimos del Pueblo de Dios. El Concilio Vaticano II, inaugurado por Juan XXIII, nos recordó a los fieles que la santidad es una llamada universal para todos los discípulos de Jesucristo y no un privilegio de unos pocos elegidos; con el gran número de beatificaciones y canonizaciones que realizó, Juan Pablo II nos mostró de manera práctica que la santidad es nuestro destino y que está al alcance de todos, que los santos fueron verdaderamente personas de carne y hueso como cualquiera de nosotros, y no gente extraña de otras épocas.
Juan XXIII nos habló mucho de la bondad, y es conocido como el «Papa bueno»; Juan Pablo II nos habló de la misericordia de Dios y, con su magisterio y su testimonio personal nos hizo ver que Dios tiene entrañas de misericordia, reforzando así nuestra esperanza en Jesucristo. Ambos Papas cumplieron con creces el encargo de Jesús a Pedro de confirmar en la fe sus hermanos.