Es necesario resistir ante los intentos de excluir la religión de la vida pública. Vemos actualmente una gran presión para rechazar cualquier papel de la fe, y concretamente de la fe cristiana, en la vida pública. El laicismo radical, que busca negar a la fe todo papel fuera de su dimensión privada, debilita a la civilización occidental; pero lo que el laicismo ofrece para sustituir la religión no es suficiente para salvaguardar valores clave de nuestra civilización, ni para superar la situación de anemia espiritual y moral que tiene postrada a nuestra sociedad.
Hay algunos factores que han alterado de modo extremo el panorama cultural en los últimos años. El primero es el multiculturalismo, que no sólo afirma la igualdad de todas las culturas, sino que en ocasiones parece proponer la inferioridad de la cultura occidental, basada en el cristianismo, frente a otras a las que se acoge y aplaude. El debilitamiento de las Iglesias, una forma extrema de tolerancia y la esperanza de que el racionalismo y la ciencia puedan resolver todos nuestros problemas, son otros cambios que caracterizan aceleradamente a nuestra época. Benedicto XVI nos advertía de que la privatización de las creencias lleva a una injusta exclusión de Dios de la sociedad. Los laicistas suelen presentarse como defensores de la legítima separación entre Iglesia y Estado. En realidad, su objetivo es más extremo: buscan la exclusión completa de la fe de cualquier papel o expresión pública. El resultado es que la observancia religiosa es vista como algo vergonzoso y digno de evitar por una persona inteligente.
En nuestra época es también criticable la actitud de la «generación yo», que creció en la década de los sesenta del siglo XX. Dios vino a ser visto por ellos como una indebida restricción de su libertad personal: «¿Por qué vivir para cumplir el “plan de Dios” cuando uno tiene tantos planes propios?» Hemos podido ver, sin embargo, que tal postura egocéntrica degeneró rápidamente en la creencia de que nuestra búsqueda de significado puede ser satisfecha siguiendo nuestras sensaciones.
El relativismo es otra poderosa fuerza que mina la religión. Los relativistas sostienen que cada persona crea su propia verdad según los dictados de su conciencia. En consecuencia, la moralidad es circunstancial. No podemos dejar de criticar y combatir este intento de privatización de la conciencia y de la fe. Es fundamental insistir en la distinción entre política y religión, sí; pero también es igualmente importante adquirir un conocimiento más claro de las funciones insustituibles de la religión para la formación de las conciencias y de la contribución que puede aportar, junto a otras instancias, para la creación de un consenso ético de fondo en la sociedad. Un vistazo al mundo que nos rodea no deja dudas de que la tarea de formar las conciencias es algo que produce desánimo por las dificultades tan duras que hoy día conlleva. Pero se trata, sin embargo, de una labor cada vez más urgente y en la que la religión un papel vital que desempeñar.